El Dalai Lama, la eterna espina
Comentábamos ayer que el Gobierno chino no parece muy dispuesto que digamos a cambiar las reglas del juego en ese enorme país. El Partido Comunista seguirá teniendo el monopolio del poder, no se prevé que haya ningún tipo de apertura, ni permitirá que nadie le lleve la contra al discurso oficial. Así pues, nada nuevo bajo el sol.
Sin embargo, los comunistas chinos no pueden impedir que en otras partes del mundo discrepen de su forma de hacer las cosas. Y que una espina que los molesta desde hace casi medio siglo les siga causando escozor.
Esa espina es el Dalai Lama, el líder espiritual del pueblo tibetano, quien tuvo que huir de su país cuando las tropas de Mao lo invadieron en 1959. Ni las enseñanzas de Brad Pitt lo salvaron del imperialismo chino, que si en aquellos entonces no tenía ninguna justificación, ahora menos. Lo peor es que en estos casi cincuenta años, el Gobierno chino se ha propuesto borrar la cultura tibetana, cerrando monasterios, persiguiendo monjes y colonizando el Tíbet con chinos que no tienen nada qué ver ni qué hacer ahí.
Desde el exilio, el Dalai Lama ha sido un eficaz portavoz del clamor de su pueblo. Con sus maneras afables y una espiritualidad que le brota por los poros, ha sabido concitar simpatías hacia el Tibet; que, de otra manera, quizá sería un tema marginal y desconocido.
Por supuesto, la comunidad internacional puede sentir mucha simpatía por el Tíbet, pero tiene que vérselas (y tener relaciones comerciales) con ese coloso que es China. Y como decíamos, a China el asunto de Tíbet y el culturicidio que está ejerciendo ahí no es un tema que le guste se traiga a colación en el escenario internacional. Después de todo, es un asunto muy sensible para un país que quiere jugar un papel importante a nivel global en el Siglo XXI: que se le acuse de invasor, opresor y destructor de una cultura y forma de vida milenarias.
Por ello China pone el grito en el cielo cada vez que sobre el Dalai Lama inciden los reflectores internacionales. En 1989, por ejemplo, hizo un gran pancho cuando se le otorgó al sereno monje el Premio Nobel de la Paz. Y en estos días, armó otro escándalo cuando el Gobierno de Estados Unidos le entregó al Dalai Lama la más alta condecoración civil que puede otorgar. Por supuesto, siguiendo su costumbre, el Gobierno chino mostró de mil maneras su rotundo enojo porque la Unión Americana anduviera grillando con asuntos internos de China. Al menos así lo ven ellos.
Lo que sea, la Casa Blanca trató de mantener todo el asunto debajo del radar internacional. Por ejemplo, no hubo oportunidad de fotografía de la reunión de Bush con el Dalai Lama. Dialogaron, pero muy en privado y sin enfrentar luego a la prensa. Para los Estados Unidos eso representa una concesión a los chinos. Pero para éstos, el solo hecho de haber reconocido a ese hombre como representante de alguien o de algo, es una cachetada guajolotera. Y claro, el Dalai Lama seguirá siendo una fuente de disgustos para los chinos durante mucho, mucho tiempo. Bien por él, uno de los pocos líderes que hacen algo por su pueblo… y de manera pacífica.