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Francisco Amparán

El mito de Kennedy

Lo recuerdo como si hubiera sido ayer: un servidor tenía seis años, y jugaba en el piso de la cocina con una troquita de hojalata, naranja y azul. Del radio Admiral color turquesa salían boleros y baladas dulzonas típicas de principios de los años sesenta. De repente, la música cesó, y un locutor con una voz que bordeaba la histeria, dio la noticia: acababan de atentar contra la vida del presidente Kennedy en Dallas. Mi madre, al escuchar esto, rompió a llorar.

Todo ello ocurrió el 22 de noviembre de 1963. Y como les decía, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Es la memoria más remota de un servidor. Y, al parecer, de muchos de mi generación. Algunos cincuentones no se acuerdan qué hicieron el domingo pasado (a lo mejor porque era puente), pero no olvidan aquel día aciago.

Ciertamente, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy marcó el fin de una etapa y el inicio de otra, para Estados Unidos y para el mundo. Quizá no nos diéramos cuenta inmediatamente de ello. Pero viendo las cosas en retrospectiva, resulta patente que ese magnicidio puso patas arriba un orden, una cultura, una visión de las cosas.

Para empezar, el relevo de Kennedy, el texano Lyndon Johnson, cometió el enorme error de comprometer a su país en una guerra sin pies ni cabeza en Indochina. Y ello le costó a Estados Unidos buena parte de su reputación mundial, y la autoimagen que tenían de ser los chicos buenos de la película.

Además, el hecho de que un presidente fuera victimado de manera aparentemente tan fácil, hizo que las tasas delincuenciales se dispararan. Es impresionante ver cómo el índice de crímenes violentos en la Unión Americana tiene un aumento exponencial a partir de 1963. Como que se filtró en la conciencia pública la noción de que la violencia era algo connatural a la identidad americana. Si a eso le sumamos la cantidad de gente dañada que regresó de Vietnam, podemos explicarnos muchas cosas.

Para la generación de los baby boomers, los nacidos durante la Segunda Guerra Mundial y la década posterior al conflicto, el asesinato de Kennedy fue una auténtica tragedia: se perdió la posibilidad de tener un Gobierno decente y con la vista puesta en el futuro. El cineasta Oliver Stone, por ejemplo, ha hecho buena parte de su carrera a partir de la idea obsesiva de que las cosas hubieran sido diferentes si Kennedy no hubiera muerto ese 22 de noviembre en Dallas.

Quizá estamos sobredimensionando la importancia del magnicidio. Tal vez un Kennedy reelecto en 1964 no hubiera cambiado el mundo ni para bien ni para mal. Sí, pero la incógnita va a acompañarnos siempre a todos los que recordamos aquel mediodía de hace 44 años.

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