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Francisco Amparán

Fujimori a prisión

Las cosas de la justicia, bien lo sabemos, suelen ser lentas y no necesariamente culminan justamente. Especialmente cuando se trata de personalidades de cierta relevancia (económica o política), la señora de la venda en los ojos y balanza en mano de repente no parece ser tan imparcial. Dígalo si no la exoneración de ese patán cínico y desvergonzado que es Mario Marín.

Por eso hemos de congratularnos cuando los poderosos reciben un mazazo por parte del sistema judicial como consecuencia de sus abusos y bribonerías. Incluso cuando los resultados podrían considerarse parciales o inconsecuentes. Quienes se sintieron decepcionados porque Pinochet no fue condenado, pueden reconfortarse con el hecho de que el viejo dictador murió en la ignominia y la desgracia debido a los procesos que se le siguieron. Como quienes trinan porque a Luis Echeverría no se le juzgó por las atrocidades cometidas durante su sexenio, pueden consolarse con el hecho de que, quien pretendió pasar a la historia como el mejor presidente del siglo XX, ha quedado reducido al miserable papel de dar pena ajena. Flaco consuelo, me dirán. Pero antes ni a eso llegábamos, como lo recordarán los más veteranos de mis lectores.

Por todo ello hay que regocijarnos, ya que un singular dictador latinoamericano acaba de recibir una parte de su merecido. Hace unos días, una Corte peruana condenó a seis años de prisión al ex presidente de esa nación Alberto Fujimori. Lo más sorprendente es que los cargos eran, la verdad, bastante leves… digo leves si los comparamos con las muchas depredaciones que hizo “El Chinito” (como le llamaban sus compatriotas) a lo largo de la década de los noventa.

La de Fujimori es, en muchos sentidos, una historia extraordinaria. Siendo un soberano desconocido, se presentó a las elecciones presidenciales de 1990 sin más equipo de campaña que una vieja pick-up (el “Fujimóvil”). Su habla campechana, sus promesas directas, su franqueza, hicieron que ganara los comicios. Y pronto demostró que no se iba a andar con cuentos, encargándose de decapitar la subversión, que tenía al Estado peruano al borde de la desintegración. Por ello fue reelecto pese a las muestras de autoritarismo de que hizo gala durante toda su Administración.

Pero aparecieron los videoescándalos de su inteligencia negra, Vladimiro Montesinos, y los cargos de corrupción e ilegalidad se le vinieron encima. Fujimori decidió exiliarse en Japón, la tierra de sus ancestros. Pero hace un año, seducido por las sirenas del poder, regresó a América. A Chile, para ser más precisos. Y en ése, el país más civilizado de la América Latina, fue retenido gracias a una orden de detención peruana. Luego fue extraditado, y ya le colgaron seis años en su primer juicio… y le faltan dos.

Que se castigue a un presidente latinoamericano por abusos en el poder es una señal de esperanza para todo el continente. Quizá remota y efímera, pero esperanza. Tal vez en vida nuestra veamos algo parecido en este país. Tal vez.

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