Abril: Yeltsin se muere todito
Continuamos hoy haciendo un somero repaso de algunas de las principales noticias de cada mes del año que está por colgar los tenis. Hoy le toca el turno a abril, florido mes en que falleciera Boris Yeltsin, a la edad de 76 años.
Las imágenes y memorias que retenemos de él no suelen ser muy halagadoras: bailando con la gracia de un oso reumático, acompañado de unas chicas en minifalda durante la campaña electoral de 1995; o arrastrando las palabras, evidentemente ebrio durante no pocas conferencias de prensa; o nadando en un río en pleno invierno, otra vez como oso (ahora polar), para probar que sí aguantaba; pero la que sin duda se va a repetir en los libros de texto del futuro será la fotografía de él, trepado en un tanque, arengando al pueblo de Moscú para resistir el golpe de Estado de los comunistas de línea dura, allá en agosto de 1991.
Yeltsin fue el populista demagogo que más hizo por deshilachar el tejido ya muy dañado de lo que era la Unión Soviética. Es difícil concebir por dónde se hubiera ido aquella potencia sin la intervención de Yeltsin. Y claro, para muchos, esa contribución justifica por sí misma la carrera política del catarrín que resultara el primer líder ruso elegido libremente en toda la historia de ese sufrido pueblo.
Otros no estaban tan contentos. Gracias a Yeltsin se habían librado del comunismo, sí. Pero lo que siguió no fue ninguna Arcadia. Las reformas de Yelstin condujeron al caos, la emergencia del crimen organizado, la pulverización de los servicios sociales de los que dependía mucha gente, y niveles de corrupción y crisis económica inéditos en la sociedad rusa. Aunque el contacto e identificación con el pueblo común y corriente habían sido las marcas de clase que le habían dado el poder, Yeltsin se fue apartando cada vez más de ese roce. Ya para 1999, cuando renunció a la Presidencia, su popularidad andaba por los suelos. Visiblemente cansado, le dejó la chamba a un oscuro funcionario de la KGB, Vladimir Putin... que no tiene ninguna gana de irse, y que ha anulado muchas de las reformas democráticas de las que Yelstin estaba tan orgulloso.
En ese sentido, incluso a estas alturas es muy temprano para dar un veredicto sobre la vida y la obra de Yeltsin. Por un lado, supo ver mejor que nadie, y con mucha anticipación, que las reformas de Gorbachev iban a destruir a la URSS. Y le supo sacar provecho a la situación, promoviendo la desintegración de la Unión Soviética para quedarse él solito con el poder de Rusia, la mayor y más poblada de las repúblicas. Por otro lado, abrió a su país a la modernidad occidental, dotándola de instituciones democráticas y una economía de mercado que se manifestó particularmente salvaje. Permitió el surgimiento de una oligarquía criminal y voraz, que sigue medrando en lo que antaño fuera una potencia orgullosa de sí misma. Y desató la guerra chechena, una pesadilla recurrente que aún no termina.
Ésa es la ambivalente herencia de Yelstin. Como decíamos, el juicio de la historia todavía va a tardar. Y quién sabe hasta cuándo…