Felipe Calderón ha desarrollado su carrera política aprovechando los talentos y los errores de otros. Mentores y adversarios han sido su estrado. Unos y otros le han dejado enseñanzas importantes. Puede decirse que su presidencia arraiga en ese trato con guías y contrincantes. En otro momento comenté la relación del presidente con su antecesor en la presidencia de su partido. Castillo Peraza comunicó a su discípulo el valor de la negociación, la importancia del Estado, el deber de debatir. Pero la pugna de un político con sus adversarios puede ser tan aleccionadora y tan útil como las enseñanzas de sus tutores. Hay quien dice que siempre se hace política contra alguien o contra algo. Por eso no está mal eso de conocer y, aún más, de servirse del enemigo. Descifrar el perfil del contrario es parte esencial de la faena política.
Tengo la impresión de que Calderón es mejor alumno de sus enemigos que de sus maestros y que conoce más profundamente las debilidades de sus adversarios que sus propias fortalezas. Su exitosa estrategia electoral se fincó precisamente en la explotación de los errores ajenos, más que en la difusión de virtudes propias. Será por eso que el despegue de su Gobierno se ha basado en el efecto del contraste. Calderón ha sabido servirse bien del pasado inmediato y de la sombra de su antiguo contrincante. Por un lado, le ha resultado altamente ventajosa la comparación con su predecesor. Tras seis años de frivolidad y desorden, la Administración calderonista brilla simplemente por recuperar lo elemental: un principio de mando y cierta seriedad. Calderón ha resultado un eficaz emisor de símbolos. Es cierto que no ha sido particularmente creativo y que, en algún sentido, ha tenido un ánimo restaurador. Se ha empeñado en recuperar la gravedad perdida de la institución presidencial, centralizar una Administración que se desparramaba, ser la única voz del Gobierno Federal. Para todo ello ha tomado un atajo: tener en mente la política de su antecesor y hacer lo opuesto.
Al presidente también le han beneficiado los despropósitos de su adversario en la elección presidencial. La delirante estrategia de López Obrador, su determinación de negar cualquier conciliación con la realidad, sus convocatorias a una rebelión improductiva sirven para reforzar la imagen de un Gobierno razonable.
Seriedad frente a la frivolidad pasada; razonabilidad frente al delirio del adversario. Esos son los dos asertos del presidente. Ambos ejes ubican al presidente en situación favorable. Es un alivio saber que Calderón no es Fox y que no es López Obrador. Sin embargo, siguen pendientes definiciones cruciales. Un Gobierno simplemente decoroso y cuerdo es muy poca cosa frente a las urgencias mexicanas. Es indispensable un motor de eficacia, una palanca práctica de cambios.
La política del contraste fue una buena plataforma de lanzamiento. Considerando las tensiones del despegue, Calderón supo emplear los símbolos del distanciamiento para fincar una personalidad política propia. Sin embargo, esa estrategia es, por su propia naturaleza, de duración limitada. Se agradece salir de la trivialización foxista, pero no basta; se respeta el aplomo y la disposición negociadora, pero tampoco han resultado particularmente suficientes. Es que las políticas y las definiciones necesarias no implican ya el contraste con esas dos encarnaciones del pasado. No necesitamos proclamas de estilo, sino acciones. El énfasis en aquellos contrastes pudo haber sido una sensata— y hasta donde puedo ver, exitosa—plataforma de inicio. Pero no puede ser una política duradera. Son necesarios nuevos contrastes pero, sobre todo, afirmaciones propias.
El contraste ha tenido como efecto una nueva personalización en el ejercicio del poder presidencial. A diferencia del equipo anterior, el equipo del presidente Calderón está inequívocamente subordinado a su jefe. La disciplina se ha impuesto con toda energía. No presenciamos ya el espectáculo común en el sexenio anterior: contradicciones públicas, pleitos visibles entre miembros del Gabinete presidencial, individualidades que tomaban su propio rumbo. El orden gubernamental es indicio de que el presidente trata de aprovechar la ventaja institucional de su oficina: la unidad. Pero empieza a percibirse un mando aislado que no encuentra las protecciones debidas dentro de su propio equipo. Los tropiezos comunicativos de estos primeros meses tienen como origen común el mutismo de sus auxiliares.
Tal parece que el presidente decidió conformar un Gabinete particularmente opaco. Tras el fracaso de la idea del Gabinete multicolor, un Gabinete grisáceo. Técnicamente competente en lo económico; fiel a Calderón en lo político, pero indispuesto a participar en el debate público. Así, es el presidente quien aparece constantemente a esgrimir las razones del Ejecutivo: promueve su reforma fiscal, rebate a los críticos, se adelanta a los peritos para dar a conocer los resultados de investigaciones criminales, anticipa veredictos judiciales. La estrategia de la mesura presidencial, el propósito de recomponer la seriedad de la oficina presidencial resulta boicoteada por esa comparecencia perpetua. Un equipo más solvente y con permisos más amplios para participar en la polémica pública podría servir de trinchera presidencial.
En todo caso, lo importante es que, una vez que se ha asentado el carácter de la Presidencia, se eche a andar como maquinaria. Tras la proclamación simbólica, demostración de eficacia.
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