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El evento

Adela Celorio

El pasado sábado muy de madrugada el Querubín y yo tomamos la carretera para asistir a un bautizo que prometía ser bullanguero y jarocho. En Puebla sólo acepté tomar un café con la ilusión de llegar a desayunar a los portales de Córdoba, obligado punto de encuentro de todo cordobés que se respete y magnífico escaparate para ver y ser visto.

“Aquí se firmaron los tratados de Córdoba que dieron principio a la Independencia de México” me explicaba mi abuelo mucho antes de que yo supiera qué significaba independencia, ni España; y fue también en los portales donde siendo todavía una niña, con toda soltura ordené por primera vez una cañita de cerveza.

Lo extraño es que el mesero sin inmutarse me la sirvió, que yo la bebí sin que mis padres pestañearan y que después, seguramente ya alegrona, me permitieran cruzarme de nuevo al Zócalo para seguir jugando con los triciclos y los globos con que jugábamos las niñas antiguas. Con sólo el café me mantuve hasta que en Fortín, la invasión de las gardenias y el hablar descoyuntado de la gente anunciaron la proximidad de Córdoba.

Como los caballos que aligeran el paso cuando reconocen el camino hacia su caballeriza, así de ligerito recorrimos el florido tramo de carretera que faltaba para llegar a los portales. Al pasar por enfrente, la fachada del Colegio Cervantes de entrañable recuerdo, me devolvió a mi temprana infancia.

Era por entonces el único colegio donde las niñas compartíamos las aulas con los niños, que como la cerveza, desde que los descubrí nunca han dejado de gustarme. Fue en el Colegio Cervantes donde sin darme ni cuenta cómo ni cuándo, un día descubrí que sabía escribir y que podía escaparme a otros mundos por la lectura.

Desgraciadamente mi paso por ese colegio fue meteórico, se limitó a primero y segundo año de primaria porque sin que nadie se molestara en consultarme, me pusieron de nuevo el uniforme y regresé al Señor San José, al rosario por las tardes, a ofrecer flores en mayo y al internado donde eventualmente me mandaban de castigada; aunque el verdadero castigo era volver a casa donde mis jóvenes padres peleaban a todas horas.

Menos mal que con los años aprendieron a convivir y no hubo nunca más “ni un sí, ni un no”; se limitaron a puro “¡qué te importa!”

Todo eso iba yo recordando cuando ya teniendo a la vista las blanquísimas torres de la parroquia nos detuvieron: ¿Vienen ustedes al evento?

–Sí señor, venimos a un bautizo. Y el gozo al pozo porque: -No se puede pasar al Zócalo hasta después de la boda –nos informó el policía.

-¿Cuál boda oiga? Pues resulta que se daban el sí en salud y en enfermedad, en riqueza y en riqueza; dos jóvenes tan picudos ellos, que habían convocado toda una cabalgata de ricos y famosos.

La presencia en pleno de los dueños del poder y del dinero encabezados por Felipe Calderón y Don Carlos Slim. El Querubín que es muy agachón se resigna fácilmente, pero yo supuesto no me iba a dejar:

-No tienen derecho…, la ciudad es de todos…, ¡váyanse mucho!...

Lo probé todo, pero no pasamos. En vista del estrepitoso fracaso del diálogo, me declaré en huelga de hambre. No probaré bocado hasta que estos desgraciados nos dejen pasar. Pero desde luego no se puede confiar en mí. El firme propósito de defender mis derechos sólo duró hasta que estuve frente a los suculentos antojos con que nos agasajaron en el bautizo, aunque ¡eso sí! nada me quita el coraje de constatar que el Zócalo del Distrito Federal es territorio comanche y el de Córdoba se puede acordonar aunque sólo sea por unas horas, para exclusivo disfrute de los exquisitos.

O nos volvemos perredistas o nos volvemos exquisitos -le advertí al Querubín- porque lo que es a la clase media que no es por hacer menos a nadie, pero somos la verdadera energía que mueve este país; pues que nos muerda un perro.

adelace2@prodigy.net.mx

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