Era la alborada. Los soldados, armados de rifles de poder, montaban guardia, vigilando desde un retén, advertidos, en órdenes precisas de sus oficiales, que ningún vehículo debería traspasar la barrera sin ser revisado. Aún estaba oscuro el camino. Una equivocación podía ser muy costosa, pues ahí se estaban jugando la vida. Uno de los soldados platicaba con un compañero sobre las bajas que se habían producido en enfrentamientos con el enemigo. A lo lejos de pronto aparecieron los faroles de un vehículo que avanzaba hacia ellos. Era suficiente con que al acercarse el coche, sus ocupantes se percataran de que eran elementos del Ejército, los que les marcaban el alto, para que la unidad detuviera su marcha, pensó el oficial al mando de los desvelados elementos a su cargo. En tanto, el testarudo carromato no detenía su marcha. Los soldados levantaron sus armas ante el peligro inminente que significaba su aproximación y empezaron a disparar. Eran las órdenes que estaban obedeciendo al pie de la letra. Lo malo es que en el auto viajaba una familia inocente cuyo único pecado, si puede llamarse así, era el de residir en ese lugar y deambular de madrugada.
Esto aconteció en una población de Irak, al igual que ahora los de acá, los de Sinaloa, no llevaban armas, ni explosivos, ni estupefacientes. No constituían una amenaza para nadie. Los habitantes locales estaban avecindados en el poblado La Joya, en la comunidad de Los Alamillos. Los hechos aquí ocurrieron el primero de junio. Una madrugada en que la muerte se carcajeaba abriendo sus descarnadas mandíbulas. Las detonaciones fueron el preludio de la volcadura que los envió hasta el fondo de un barranco y tanteo de lo que puede suceder más adelante. ¿Qué actitud querían que tomaran los uniformados? si lo único que hacían era obedecer las órdenes de sus superiores además de dejarse llevar por una especie de locura provocada por la incertidumbre de si ese día regresarían sanos y salvos a los cuarteles, había que cuidar de su propia integridad que posiblemente creyeron en peligro. ¿Acaso había que esperar a que empezaran a disparar desde el coche para enterarse de que era una contingencia real la que los acechaba transportándose en cuatro ruedas?
En lo que resultó ser una camioneta viajaban 8 pasajeros, dos niños entre ellos. Es posible que el conductor creyera que arrimando su furgoneta al puesto no pasaría el asunto a mayores o que se trataba de delincuentes que pretendían asaltarlos y se asustó. ¿Quién puede distinguirlos si los unos y los otros usan los mismos uniformes, aunque falsos los que traen los malandrines? La culpa la tiene la sicosis que se ha desatado a raíz de la guerra declarada por el Gobierno contra el crimen organizado. Los tiros fueron hechos de frente, tan es así que el cristal delantero, del lado derecho del copiloto, presentó siete agujeros de bala. Puede desprenderse de esa descripción que la versión de la Sedena es correcta. Lo que no se entiende es para qué pretender justificar los disparos tratando de distorsionar los hechos. Que si las víctimas traían armas y/o que transportaban droga. Así se da la impresión de que trataran de desfigurar los hechos al percatarse que habían disparado sobre personas inocentes. Creo que si hubieran traído armas y drogas consigo fueron sembradas después de la balacera. Es sencillo llegar a esa conclusión pues si eso ocasionó la balacera ¿cómo pudieron saber en la oscuridad que los ocupantes transportaban una cosa u otra, o ambas, sin realizar un previo registro?
Se anuncia que un grupo de visitadores de la Comisión Nacional de Derechos Humanos se trasladó al teatro de los hechos. Su credibilidad, después de un sospechoso dictamen que rindieron sobre los acontecimientos en que resultó muerta una mujer indígena en la sierra de Zongolica hace unos meses, allá por el estado de Veracruz, se encuentra por los suelos. El sábado pasado, proveniente de la ciudad de Durango, encontré una caravana con gran cantidad de camiones en que militares uniformados se desplazaban por la carretera perdiéndolos de vista en la caseta de cobro de La Goma. Ellos siguieron por la misma ruta y mi compañero y yo tomamos la vía libre hasta la ciudad de Torreón. Me recordaron al general George S. Patton, de la Segunda Guerra Mundial, cuando desplazaba sus tropas a Palermo, para darse un santo agarrón con los nazis. En fin, ojalá y no suceda otro evento de la naturaleza aquí narrada. Esto parece no tener fin, lo que supone que aún nos faltan años para ver en qué terminan estos asuntos.