De no ser por algunas iniciativas, posturas y acciones tanto de la sociedad como de unos cuantos actores políticos, el momento nacional podría considerarse como uno de los más tristes y peligrosos.
Triste, porque si bien las instituciones han resistido el desprestigio o la pusilanimidad de quienes las encabezan o los golpes de quienes las atacan, algunas comienzan a resentir la pérdida de confianza en ellas. Peligroso porque estando en guerra con el crimen organizado y desorganizado, el debilitamiento de las instituciones coloca al Estado en una situación de enorme vulnerabilidad. Cualquier resbalón o zancadilla puede provocar una fractura múltiple.
El desencuentro nacional es un campo de oportunidad para el crimen que, en su disputa por mantener o expandir el imperio de su industria, no reconoce en el Estado una fuerza capaz de someterlo.
En estos días hacer un balance del estado que guarda el país, no es cosa sencilla. Por un lado, a la realidad política se le quiere presentar compartimentada, como si no hubiera vasos comunicantes entre sus distintas expresiones y por el otro, en algunas áreas se dan pasos hacia adelante y en otras hacia atrás. Hay acciones e iniciativas que reivindican la capacidad de hacer cosas y prometen perfilar al país hacia el futuro, pero también hay reacciones y omisiones que reivindican la capacidad de retrotraer al país a un pasado imposible de superar.
Entre esas dos aguas, a veces navega y a veces naufraga la esperanza de realizar un país distinto: más justo, más democrático, menos desigual, menos inseguro.
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El descrédito de la autoridad y el debilitamiento de las instituciones marca el momento nacional.
Piensa la autoridad –no sólo la política– que un día puede actuar con cinismo, impunidad y negligencia y al siguiente con valor, responsabilidad y entereza, como si la memoria ciudadana no fuera más allá de las 24 horas de cada día. En esa lógica, la autoridad hace de la contradicción el más equilibrado balance de su actuación pública.
Un cardenal puede encubrir a un pederasta y otro día, rasgarse las vestiduras en defensa de la vida para frenar la despenalización del aborto, sin perder por ello la oportunidad de llegar en helicóptero a la fiesta de su hermano, el obispo que hizo votos de castidad, pero no de humildad. Un ombudsman puede teñir su trayectoria de indiferencia frente a los derechos humanos pero, un día, reclamar crédito a su actuación frente a la presunta violación de las garantías de una anciana.
Un funcionario puede ser un secretario de Seguridad Pública no muy interesado en el problema de la delincuencia y en el siguiente Gobierno, un comprometido procurador en el combate al crimen. Un dirigente partidista puede asegurar, en campaña, que su partido está decidido a abatir el costo de la democracia y ya instalado en la curul o el escaño, reclamar un incremento en las prerrogativas que recibe. Un diplomático puede declarar mirando al norte, que la prioridad es el sur.
Un gobernador puede dejar al desnudo su impunidad o su corrupción, seguro de que la red de intereses políticos lo mantendrá en el cargo o en libertad de disfrutar su inexplicable enriquecimiento. Un político puede fracasar una y otra vez en la tarea administrativa que le fue encomendada pero, más tarde, aparecer como senador de la República o como insospechado dirigente partidista. Un ciudadano profesional puede hacer temporada como alto funcionario y luego, autoproclamarse intelectual independiente.
El descrédito de la autoridad y el debilitamiento de las instituciones marca el momento nacional. Buenas y malas actuaciones quedan prensadas por historias y biografías que amparan su actuación en la investidura que les da una institución que ya no da más de sí y que, en el momento, reclaman reponerle la fortaleza de la cual se ha medrado.
Es cierto que el hábito hace al monje, pero también que a veces el monje deshace al hábito.
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Esa gama de autoridades, curiosamente, son las que ahora aseguran estar por reponer el Estado de Derecho y reivindicar la política, para darle un mejor futuro al país.
Sin embargo, el grueso de esas autoridades hace una personalísima interpretación del Estado del Derecho y la política aplicándola, desde luego, conforme a los intereses del grupo o sector que representan. Y lo que en ocasiones se interpreta como una actuación con estricto apego a derecho, en otras se interpreta como una actuación absolutamente desapegada a derecho. Y lo que en ocasiones se justifica como un recurso político válido, en otras se repudia como una arbitrariedad política.
Así, por ejemplo, se denuncia como abuso el echar mano del recurso de expropiación para echar de su madriguera al crimen, pero se anuncia como acierto el violentar con fuerzas federales la soberanía de los estados. Así, por ejemplo, se califica como un enorme acierto construir mayorías, cómo se pueda, para sacar adelante la reforma del ISSSTE, pero se descalifica como una arbitrariedad, “mayoritear” la despenalización del aborto.
En ese juego, se pervierte hasta el significado de las palabras. El arrebato se presenta como debate, el dogma como argumento, la intolerancia como libre expresión de las ideas, el abuso del poder como una legítima actuación.
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Combatir el crimen en medio de ese desencuentro político y la desigualdad social, es una aventura no una estrategia.
Puede, cada tercer día, convocarse a la unidad nacional para dar un solo frente a la delincuencia, pero todos los días la delincuencia, la organizada, reconoce en el desencuentro nacional, en la división política y social, en la falta de autoridad y el debilitamiento de las instituciones, un campo de oportunidad para su actuación criminal.
El crimen advierte un territorio político y social en extremo accidentado y ahí, finca su prevalencia. Puede, quizá, reconocer ciertos golpes en su dominio, en su fortuna, en su mercancía y aun, en la cabeza de sus jefes, pero no desconoce que un país incapaz de ponerse de acuerdo en los básicos de la política, es su presa.
Sabe que en la confusión política y la polarización social, hay enormes oportunidades de meter zancadillas para desestabilizar y así, sacudirse de encima el marcaje de la autoridad que, por lo demás, no ha demostrado a carta cabal si la estrategia emprendida es la correcta.
Curiosamente, el Gobierno puede mandar un mensaje nacional para aplaudir la reforma de las pensiones, pero no para dar un informe serio sobre la situación que guardan los operativos de seguridad. Se dice que es una guerra, pero por lo visto es una guerra sin partes de guerra. Muy poco se sabe de la situación que hay en el frente y ni siquiera se presume, aun en términos de propaganda estricta, los probables golpes al enemigo.
Ojalá y todo sea producto de falta de información y no de resultados. Pero por lo que se alcanza a ver –una ejecución tras otra, un sentimiento de absoluta impunidad por parte de los criminales– la victoria no está por lo pronto del lado del Estado. Si es así, ir a la guerra en medio de la desunión, la falta de autoridad y el debilitamiento de las instituciones es más peligroso que triste.
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