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El nombre de la mariposa

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Es uno de esos impulsos irracionales que resultan muy frecuentes entre los únicos animales dizque racionales de la Creación: el de perpetuar el nombre de uno, de manera tal que sea conocido por las generaciones venideras. Y éste parece ser un fenómeno universal: el deseo de que en el futuro se conozca mi existencia, sean cuales sean mis méritos reales, lo encontramos en todas las civilizaciones, en todas las épocas.

Cabe hacer notar que buena cantidad de los mortales se conforma con esfuerzos modestos. La mayoría, de hecho, intenta perpetuar su nombre simplemente escribiéndolo en las puertas y paredes de los mingitorios y otros baños públicos. Otros los labran en árboles o bancas de los parques. No faltan los aviesos que (utilizando el dinero de los contribuyentes) se mandan hacer espectaculares con su efigie, asegurando que desde ahí nos cuidan. Total, que en general esos intentos por que un nombre alcance la inmortalidad son más bien rascuaches y relativamente inofensivos.

Claro que hay quienes recurren a artificios más complejos y severos. El caso de Fedípides, quien corriera desde la llanura de Maratón hasta Atenas, sin parar ni tomar atajos a lo Madrazo, para ser el primero en llevar la noticia de la victoria griega y así ser recordado por siempre jamás (lo que consiguió, lo que sea de cada quién), sería un ejemplo que ni mandado hacer.

Como hay quienes tratan de seguir al pie de la letra la consigna de que para ser recordado en el porvenir hay que cumplir tres encomiendas: tener un hijo, sembrar un árbol, escribir un libro. Y ahí sí que las cosas se ponen feas.

Empezando por que la mayoría se queda en el primer paso, y lo único que hacen es perpetuarse a través de chiquillos llorones, mocosos y con pésimos modales. A veces el intento de proyectarse al futuro va más lejos, y al vástago le ponen su mismo nombre, para que éste no se olvide ni se pierda en las brumas del tiempo: José.

Pero lo peor es cuando a algunos les da por escribir el libro, sin tener el más remoto talento para las letras ni la mínima noción de estilo. Así, encontramos numerosas ediciones de autor que, si serán recordadas en el porvenir, será por los nietos del escribano, quienes lo maldecirán por el espacio que ocupan las docenas de cajas con ejemplares no vendidos ni regalados.

Total, que eso de ser recordado tiene sus bemoles… y las cosas no siempre resultan como debieran. Por eso me conmovió la noticia de lo que hicieron los nietos de doña Margery Minerva Blythe Kitzmiller, quien colgara los tenis en el lejano 1972.

Resulta que unos investigadores metiches de la Universidad de Florida descubrieron que una mariposa, que se hallaba en la colección de insectos del Museo de Historia Natural de ese estado, había sido mal clasificada. La habían etiquetado como de una especie conocida, pero no lo era. Así pues, en un cajón con bolas de naftalina se toparon de manos a boca con una nueva especie de lepidóptero. Lo cual es el sueño dorado de todo entomólogo… sí, ya lo adivinaron: porque el descubridor tiene la prerrogativa de bautizar (con su nombre, si se puede) a la nueva especie. El problema en este caso fue que, en primer lugar, esos investigadores no la habían descubierto en realidad, sino que vaya uno a saber quién había cazado al bicho y lo había puesto allí. Y en segundo, que eso de andar descubriendo nuevas especies en cajones no tiene mucha ciencia ni mérito que digamos.

Por eso se llegó a una decisión salomónica: el bautizo científico del insecto lo realizaría quien hiciera la oferta mayor en una subasta por Internet. El dinero recaudado serviría para financiar el estudio de las mariposas mexicanas del Desierto de Sonora, ecosistema al que pertenece la especie recién detectada.

Y resulta que un personaje anónimo, pero en nombre de los nietos de la difunta Margery Minerva Blythe Kitzmiller, ofreció la nada despreciable cantidad de $40,800 dólares. De manera tal que esa mariposa, de diez centímetros y color café, blanco y negro (y que al menos en la foto oficial sí se ve bonita), se llama oficialmente Opsiphanes blythekitzmillerae; y se supone que la raza la conocerá como “mariposa lechuza Minerva”. Dudo mucho que la gente del Desierto de Sonora se tome la molestia de llamar así a un bicho del que se ignoraba siquiera que era distinto a los demás, pero en fin.

Los nietos dijeron que habían hecho la puja para que el nombre de su abuela lo llevara “una hermosa mariposa, porque ella era una persona extremadamente creativa, que escribía poesía, tocaba el piano y cantaba”. La verdad, yo esperaba que la señora les hubiera dejado una jugosa herencia, o el tiempo compartido en Orlando, o algo así, pero no. Parece que en realidad querían y admiraban a la dama.

Por supuesto, eso de ponerle el nombre de un ser humano a una planta o animal también tiene sus asegunes. Por ejemplo, tenemos el triste caso de que una de las plantas más hermosas que crecen en nuestro país, y de las que consideramos más mexicanas, en la mayor parte del mundo es conocida con el nombre de uno de los grandes enemigos de México. Efectivamente, la que llamamos Flor de Nochebuena (Euphorbia pulcherrima) es conocida en todos lados (menos aquí) como Poinsettia… en honor de Joel Poinsett, el primer embajador norteamericano en México, quien la describiera para no sé qué publicación científica y la llevara luego al norte, donde la popularizó. En nuestra historia Poinsett es conocido no como Presidente Honorario del Club de Jardinería Cempasúchil, sino como el primer hombre que se dio cuenta de lo mezquina y mediocre que era nuestra clase política; y en reconocer que nuestros próceres se la iban a pasar peleando por estupideces. Y le sacó provecho a tan perspicaz observación: sembró las semillas de la discordia entre políticos y generales en los años de arranque de la república, y las consecuencias están a la vista: en los primeros cuarenta años de nuestra vida independiente sólo un presidente cumplió su periodo completo, y perdimos medio país. Claro que siempre es más fácil echarle la culpa a Poinsett y no a los idiotas que le hicieron caso y le siguieron el juego (una entidad lleva el nombre de uno de ellos, por cierto). Pero en fin, si nos hacemos los exigentes, luego nos quedamos sin cómo ponerle a las calles… y ya vemos lo difícil que resulta bautizar las cosas.

Por lo mismo, funciona mejor llamar a lo nuevo con apelativos neutrales e indiscutibles. Para quitarse de broncas, los científicos suelen tomar el nombre de la región donde habita (o habitó) la planta o el animal. Así, cuando fueron hallados los fósiles de un dinosaurio en la provincia de Alberta, Canadá, se procedió a llamarlo Albertosaurus. Otro dinosaurio, descubierto en un paraje argentino llamado La Amarga, pasó a tener el triste nombre de Amargasaurus. Como una cactácea tiene el eufónico nombre de Echinocereus mapimiensis por tener la mala costumbre de vivir en el Bolsón de Mapimí… como nosotros.

Quizá el nombre científico más llegador sea el que se le dio a un pterosaurio pterodáctilo (que no, no es lo mismo) que vivió en el Cretácico Superior, animalazo volador que ha de haberle puesto chinita la piel a quien estuviera bajo su sombra: se llama Quetzalcoatlus, como la serpiente emplumada, el único dios civilizatorio del panteón mesoamericano. Ese nombre sí que pega.

Consejo no pedido para evitar convertirse en un Homo Futbolensis Desesperadus: Lea “El nombre de la rosa” de Umberto Eco; y vea la película homónima (The name of the rose, 1986), con Sean Connery y F. Murray Abraham. Una delicia. Provecho.

Ah, y que tenga una Navidad en paz, sin deudas y sin empacharse con el pavo.

PD: ¿Ya compró la colección completa de “XX: historia ligera de un siglo pesado? ¡Es un estupendo regalo! (para usted y para otros).

Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx

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