Casi cuento la edad del Partido Revolucionario Institucional pues nací dos años después de su constitución. Por eso no creo exagerado escribir que somos coetáneos, y aún agregar que mi credencial del PRI tiene data de 1950, mi año de conscripto. Mi antigüedad militante registra 57 años en los que tuve que asumir aciertos, errores y triunfos sexenales que le causaron desventuras y lo pusieron en el despeñadero.
Quienes nacimos de 1930 en adelante tendríamos que reconocer el progreso que experimentó la República durante ese tiempo y los beneficios que los mexicanos recibimos de los gobiernos emanados del Partido Nacional Revolucionario, del Partido de la Revolución Mexicana y del Partido Revolucionario Institucional, tres nombres distintos para un partido verdadero.
No exagero al reconocer que tanto los adictos como los enconados enemigos del PRI reconocemos que las instituciones educativas donde cursamos nuestros estudios primarios, secundarios, medios superiores y profesionales fueron producto de gobiernos emanados del PRI; que alguna vez o muchas fuimos atendidos en alguno de los servicios asistenciales del sector público y que, al concluir nuestros estudios, esos mismos gobiernos nos dieron empleo y seguridad económica. Y todo lo sigue proporcionando a nuestros hijos y nietos, aunque la etiqueta ya no sea tricolor sino azul con blanco.
¿Qué el PRI desterró la democracia electoral durante 70 años de su existencia? Es cierto, pero no fue enteramente suya la culpa: igual responsabilidad tuvo su competencia: los inmaduros partidos de extrema derecha históricamente contrarios al liberalismo tradicional mexicano que representaba el PRI, los cuales, bajo una posición retórica muy dada al victimismo, gritaban entonces “¡robo robo!” para justificar derrotas y capitalizarlas con ventas de sus negocios al Gobierno o en posiciones administrativas que disfrazaban su real ideología.
Al nacimiento del PNR sobrevino, si Calles, la consolidación del presidencialismo autoritario cardenista que tendió un puente de conciliación entre su Gobierno y la Iglesia Católica, para lo cual escogió como sucesor al general Manuel Ávila Camacho, cambió el nombre del PNR a Partido de la Revolución Mexicana y deshizo el nudo de inconformidad popular que había dejado la revolución cristera. Luego el propio presidente Ávila Camacho, hizo evolucionar al PRM hacia otro nombre: Partido Revolucionario Institucional y así marcó el inicio de una necesaria estabilidad política nacional, en que la sociedad soslayaba los defectos electorales de la autocracia a cambio de que el Gobierno se sostuviera en el marco de un desarrollo económico, político y social estable y progresista.
El Gobierno de Miguel Alemán dio un fuerte empujón a la inversión económica privada la cual, sin bases sólidas, derivaría en una devaluación de la moneda, luego en otra y finalmente en un tipo de cambio ponderado que se mantuvo en 12.50 pesos por dólar desde 1954, en el periodo de Adolfo Ruiz Cortines, hasta el epílogo echeverrista de 1976.
El desarrollo estabilizador había cubierto con su manto a los gobiernos de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz, que operaron las finanzas con cuidadosa ortodoxia y mantuvieron la tasa de desarrollo en un 7 por ciento de crecimiento anual; pero al llegar Luis Echeverría Álvarez a la Presidencia todo cambió con un torpe manejo de la economía que pasó de las manos de los preocupados economistas a las triviales de los abogados: ni Echeverría ni José López Portillo aceptaban que el secreto de la estabilidad residiera en un manejo profesional de la crematística del Estado, así que al concluir el sexenio del primero en 1976 y al final del segundo en 1982, sufrimos escandalosas devaluaciones, la última agravada por la biliosa nacionalización de la banca. Miguel De la Madrid apenas recogería los despojos supérstites del país que había heredado.
El PRI, entre tanto, perdía su capacidad de acción política, espantado por los rumores de que el gobernante en funciones tenía instrucciones de Washington para aniquilar al PRI y abrir los cauces a una verdadera democracia electoral. No fue así de rápido, pero sucedió y los huesos fueron administrados por los tecnócratas entre 1988 y 1994. Si De la Madrid lo planeó, tocó a Carlos Salinas iniciar la ejecución del derrumbe y la segunda recogida del escombro, con nuevas devaluaciones incluidas.
La primera elección que “perdió” el PRI fue la de Baja California Norte en 1988. Luego vendrían las “concertacesiones” de Guanajuato y San Luis Potosí. En seguida Nuevo León, Chihuahua y Baja California Sur. En el primer intento fracasaron con Yucatán, pero pudieron con Jalisco y es fecha que el PAN se mantiene allí en el poder.
Coronadas con el magnicidio de Luis Donaldo Colosio en 1994 las administraciones tecnocráticas de CSG y Ernesto Zedillo dieron la puntilla al PRI donde se pudo, apoyados por el soslayo de las dirigencias nacionales partidistas dadas a la obsecuencia y a la sumisión; ello agravó el divisionismo interno y la indefinición de las fuerzas políticas que sobrevivían en el PRI. Entonces volvió el presidencialismo a Los Pinos pintado de azul y blanco. Coahuila y Durango, que en la Comarca Lagunera ocupan territorios vecinos, constituyen actualmente el único aduar en defensa de la Revolución Mexicana.
A muchos políticos, priistas o no, se les hará difícil deglutir el evento priista del sábado nueve de junio en Saltillo, como a otros, panistas o no, todavía se les atraganta la popularidad post mortem de Óscar Flores Tapia. Sobre Humberto y Rubén Moreira podrán caer críticas y descréditos; pero el “¡no ganarán!” del nuevo presidente estatal resuena todavía en los oídos opositores. ¿Populismo? ¿Popularidad? Quién sabe, lo cierto es que el sábado 9 el auditorio de Las Maravillas lució una maravilla más: la resurrección del PRI.