No son frecuentes los ejercicios de autocrítica. Si son raros en la política, son quizá más extraños en el terreno intelectual. Los pavorreales no acostumbran reconocer despistes, equivocaciones, necedades. Al intelectual, tanto como al político, suele perderlo la necedad. Si a éste lo ciega la ambición, aquél se aferra con igual celo a la Idea. Su libros, su teoría, su alegato pueden convertirse fácilmente en ideología: trampas del pensamiento. Petulantes colchones para dejar de pensar; prejuicios para no molestarse con los fastidios de la reflexión. Para juzgar vale simplemente insistir en el criterio previo. El esfuerzo intelectual se reduce entonces a acomodar la realidad de tal forma que siempre confirme nuestra sabiduría.
Quizá por eso llama la atención el mea culpa de Michael Ignatieff. Hace unas semanas el ensayista canadiense metido a político publicó en el New York Times un largo artículo en el que reconoce su equivocación sobre la ocupación de Irak. El País lo publicó inmediatamente después. Ignatieff fue uno de los intelectuales que respaldó la intervención militar con razones humanitarias. Más que tratarse de un ataque preventivo, era a su entender una intervención democratizadora. Estaba convencido de que había que actuar para terminar con una política genocida. Independientemente del armamento del dictador, el ensayista canadiense justificaba la acción militar como el último recurso para remover a Saddam Hussein.
Ignatieff reconoce hoy que su respaldo a la guerra fue un error. Emplea el caso para reflexionar sobre la naturaleza de la inteligencia política. Regresa así a plantearse preguntas clásicas: ¿qué significa la razón para el actuar político? ¿Cuáles son sus parámetros, sus fuentes, sus límites? ¿Es peculiar el razonamiento de un estadista? ¿Es distinto al de un ingeniero? El autor de El mal menor aprovecha un ensayo luminoso de su admirado Isaiah Berlin quien advertía que el talento político no dependía de la erudición histórica, de estudios avanzados en economía o del conocimiento de las leyes. Más que conocer datos o ideas, el hombre de Estado necesita comprender su circunstancia. Un gobernante juicioso no puede ser un doctrinario. Lo que requiere es una sensibilidad aguzada, una capacidad para palpar la irrepetible textura del presente y conocer los contornos de lo posible. Sentido de realidad, lo llama Berlin.
A esta familiaridad con las circunstancias alude Ignatieff en su ensayo reciente. Se distancia de este modo de la nueva soberbia de una ciencia política que se desentiende de las complejidades de la decisión y que reduce el actuar gubernativo a fórmulas del cálculo utilitario. Es que se ha expulsado una palabra antigua del vocabulario teórico: prudencia. Ese valor primigenio de la política ha sido desterrado del discurso académico. Prudencia, ese actuar juicioso que se percata de la circunstancia y avizora la consecuencia. Los modernos nos hemos empeñado en olvidar que no es ciencia sino arte el oficio de mandar.
Con cierta ingenuidad, Ignatieff comparte sus descubrimientos del duro y traicionero mundo de la política real. El académico parece sorprenderse de lo elemental. Hace unos años dejó la Universidad de Harvard para lanzarse a la arena política. Creía que podría brincar de inmediato al liderazgo del Partido Liberal, pero la antipática realidad lo colocó en una posición menor. Nada de lo que apunta sobre la distancia del político y el académico es particularmente penetrante para quien se haya acercado a los apuntes de Weber o de Ortega: los hechos conspiran para boicotear los planes; las lealtades son frágiles, las dilemas éticos tienen carga dramática; lo popular no suele ser sensato. Pero su ensayo bien vale leerse como una sensata advertencia escéptica.
No confundamos deseo y realidad. No cerremos los ojos a lo desagradable. No nos tapemos los oídos frente a los críticos. Nos dejamos embelesar por nuestros deseos. Lo vemos con frecuencia en la conducta cotidiana de los actores políticos. El propósito sirve como venenoso criterio selectivo: aquello que refuerza el ideal es bienvenido, descartamos aquello que lo estorba. El juicio de nuestros amigos es tenido por confiable mientras que la crítica de los adversarios es desechada de inmediato. Las circunstancias son, por naturaleza, cambiantes. Aquello que funcionó ayer puede volverse un estorbo hoy y una amenaza mañana. Maquiavelo hablaba en ese ámbito de la necesaria adaptación del príncipe a las cambiantes circunstancias históricas. Sólo un hombre ágil puede mantenerse en la cima de una rueda caprichosa.
El vicio intelectual de la política es la seducción de lo abstracto que induce al desprecio de lo real. El sentido de la realidad necesita alimentarse de un intenso sentido autocrítico. Dudar de los deseos propios, desconfiar de las emociones, cuestionar el aplauso, acoger la crítica, escuchar al enemigo. Combate a la autocomplacencia. El político juicioso del que habla Ignatieff es capaz de apreciar el peligro y enmendar una decisión equivocada. Cito a Ignatieff: “La gente con buen juicio hace caso a sus alarmas internas. Los líderes prudentes se obligan a prestar la misma atención a los defensores y los detractores de la línea de acción que están planteando. No cuentan con que sus buenas intenciones son suficientes para garantizar buenos resultados. No pretenden que saben todo lo que hay que saber. Si hay algo que el poder corrompe es ese sexto sentido de las limitaciones personales que constituye la base de la prudencia”.
A rescatar, en una palabra, el sentido de la prudencia.
Los textos mencionados y algunas lecturas críticas pueden encontrarse en http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/