Los desfiles son parte de la entraña del pueblo que cada vez que los hay, en cualquier parte del territorio nacional, ocasiona que el pueblo salga de sus casas asomándose a las bocacalles por donde con gran garbo pasan marchando las columnas de soldados. El festejo es a lo grande yendo el contingente por una de las céntricas avenidas. En los balcones de los edificios públicos se estila que la máxima autoridad presida desde las alturas la marcial procesión. En la populosa Ciudad de México es el presidente quien, acompañado de los secretarios de la Defensa Nacional y de Marina, preside la parada militar. Suele acontecer que sea acompañado además por familiares, siendo en esta ocasión su esposa y sus tres vástagos. Sus hijos varones vestían uniformes y gorras reservadas a las Fuerzas Castrenses. Esto último dio lugar para que se soltaran acerbas críticas que creemos carecen de sustancia. No obstante pedirán al presidente no militarice su entorno familiar, citando sanciones que fija el Código de Justicia Militar.
Los niños Calderón se veían simpáticos. No se crea que se dice con el propósito de quedar bien con el papá. En cierta fecha, recién iniciado el periodo presidencial se le dijo que era inconveniente el uso de la casaca y la gorra militar que se puso a sí mismo como general en jefe con cinco estrellas, en una participación en que el Ejército hacía su trabajo, en un acto celebrado en Michoacán. No creo que al presidente le gusten los falsos halagos y sí en cambio las sanas admoniciones que le adviertan sobre aquello que no se vio bien y que no se debe repetir. En tiempos anteriores. ¡Oh tempora! ¡Oh mores! (exclamación de Cicerón contra la perversidad de los hombres de su tiempo) el jefe del Ejecutivo se cuidaba más que una prima dona midiendo las encuestas que lo colocaban en los primeros lugares de popularidad. Era tal su ego que no le importaba que el país se fuese a la porra (pregunte usted a Lino Korrodi) si eso significaba estuvieran aumentando, según él, sus posibilidades de que se le homenajeara llegando, en su paranoia política, a imaginar que se inscribiría en letras de oro su nombre en los muros del Congreso. Dejó mucho que desear su desempeño como presidente, pero eso no fue obstáculo para querer adueñarse del cargo exigiendo se le llamara con el nombre de presidente, aun después de terminar su periodo de seis años.
Volviendo al presente, la verdad es que no se dude que quien proporcionó la vestimenta haya sido el propio Ejército trascendiendo que escogieron entre el traje verde olivo y el blanco de la Armada de México que confeccionó la Secretaría de Marina. Los niños, de lo que se alcanzó a ver, portaban con gallardía sus uniformes castrenses. La norma jurídica implica que se use el traje verde olivo con fines aviesos dirigidos a engañar a los demás, lo que en este caso lógicamente no podía suceder al tratarse de dos infantes que no daban lugar a confusión o que a pesar de su temprana edad que se hicieran atribuir funciones que no les correspondían. El Ejecutivo y su cónyuge con mirada amorosa veían a sus retoños como cualquier padre o cualquier madre lo hace con sus propios hijos, el hecho de ocupar un puesto no les impide disfrutar a sus pequeños ni faltar a las reglas de convivencia. La pregunta clave, es: ¿la intención de los padres iba dirigida a denostar el honor militar?, es obvio que no.
En esta vez los que argumentan se cometió un ilícito se exceden. No hay tal. Lamentablemente estamos pasando por una época en que se han soliviantado los ánimos. Quienes protestan por la ropa, semejante a la militar, que usaban los hijos de Felipe Calderón o están viendo moros con tranchete o se agarran de cualquier pretexto, que sea o lo parezca, para echar su gato a retozar. Tan no encontraron vulneración al Código de Justicia militar que piden sea exhortado a que actúe con prudencia “no llevando la militarización del país a su entorno familiar”. Esto no es serio. Me recuerda a los hasta ahora no igualados Polivoces que en la televisión presentaban un sketch donde protagonizaban a dos soldados de distinta graduación, a los que llamaban Juan Garrison, (Enrique Cuenca) y Agallón Mafafas (Eduardo Manzano). Nunca que se sepa fueron reconvenidos por actuar como un par de chistosos seudomilitares. Sería que no había razón para hacerlo. En este caso, la supuesta ofensa está siendo usada por un sector que en el fondo trata de desquitarse de aquella campaña de desprestigio que dio al traste con las aspiraciones de su candidato.
En fin, la conclusión sería que los detractores están dramatizando, estirándose los cabellos y desgarrándose las vestiduras, aprovechando cualquier pifia, así sea una nimiedad, para baldonar de espurio a su odiado rival.