Las noticias llegan causando espanto y pavor. No se atina a encontrar una fórmula efectiva para detenerlas. Una tras otra hablan de violencia, de sangre y de muerte. Un punto se tiñe de rojo púrpura para enseguida volcarse sobre todo el territorio. Nadie está a salvo de la furia, no hay lugar que pueda ser considerado seguro. Una tarde cualquiera, los niños juegan en las calles entre el polvo y la miseria. Muy cerca se escuchan los disparos en ráfagas de un moderno armamento.
El miedo entra subrepticiamente por las rendijas de las puertas al interior de los hogares. Afuera los soldados avanzan en abanico o de puerta en puerta. Abajo del uniforme marcha un ser humano que ha sido dotado de municiones para pelear contra sí mismo, pueblo contra el pueblo. Es una lucha encarnizada sin que ni unos ni otros den tregua ni cuartel. La consigna es acabar a los que estén enfrente. Ya habrá tiempo de contar a los caídos. Lo que apura es que se den cuenta que el daño que se les causa no les atemoriza. Del lado contrario se inician las deserciones. Parecen decir que no hay espíritu de lucha para acabar acribillado en el último adiós con mil balas. “Total a mí que me importa”. “No accedí a participar para morir de un balazo”. Esto va en serio, nada los detiene. En alguna vuelta del camino se ha perdido la benevolencia y la solidaridad.
En las grandes ciudades continúa el tráfago de seres humanos, igual que siempre. Si no nos damos por enterados, quizá pasen de largo. Hasta que la intemperancia nos alcance. No hay voces que nos pongan a salvo. Dejamos que los demás hagan y deshagan. Tal parecería que no es asunto nuestro. La verdad es que se nos pide sacrificio cuando no estamos dispuestos a crucificarnos. Los gritos y las amenazas se vuelven parte de nuestra vida diaria, pero permanecemos impasibles e insensibles ante el dolor de los demás. La conclusión es que ellos se lo buscaron. Su juventud los ha llevado a pensar que nunca pagarían con su vida si la arriesgaban en una ruleta autóctona. No había alternativa posible. Era jugarse el pellejo o morirse de hambre o correr a otro lado. Eran las salidas o trampas que los hombres de este tiempo han puesto a los muchachos que no se han dado cuenta, bien a bien, de que el sendero por el que transitan los lleva directo al matadero. Las drogas les afecta el correcto intelecto de sus neuronas. Son autómatas fáciles de conducir. Los sentidos embotados, sin libertad de ponerse a pensar que la vida es algo más que el minuto de atontamiento que les produce el “pericazo” con polvo blanco o el carrujo de la acapulco golden.
Pero ¿quién los puede culpar? Han sido reclutados entre miles de jóvenes que carecen de una identidad propia. Son carne de cañón que no tienen idea fija de a dónde ir. La juventud normal vive en un mundo de fantasía macabra. Los alistados en un bando reciben adoctrinamiento en el que llegan a creer como si se tratara de algo real. Las mentiras son verdades y las pesadillas más que reales. Es un mundo frenético hecho de tiras cómicas donde se suele mencionar la palabra democracia como si fuera un ungüento curalotodo. La batalla se está dando no cabe la menor duda. Lo único que no se percibe con claridad es cuál será el resultado final, si es que hay final. Los poderosos engolan la voz para decir lo que en los hechos no hacen. Iniciaron combatiendo con todo lo que tienen para darse cuenta tardíamente que de todo lo que tienen, no pueden darse el lujo de ponerlo en la mesa. pues un fracaso no les daría la oportunidad de rehacerse. Estarían malgastando un capital del que no tienen repuesto. Se gasta en parque y armamento lo que debió destinarse a la educación, a la salud o dotar de viviendas decorosas a la población o a crear fuentes de empleo. Años de olvido no se rescatarán a sangre y fuego. Sin embargo no estamos en el pasado y lo mal hecho, hecho está. Hay que ver para adelante.
Hay una guerra en la que estamos involucrados a querer o no. Hasta ahora hemos sido simples espectadores de lo que hacen dos bandos que se matan entre sí, dejando que las cosas se vayan acomodando por sí solas. Llegaría el momento en que superado el temor a la fuerza más grande que tiene el país, se irán con todo contra cualquiera. Hasta ahora, si pudiera hacerse un balance de lo que ha venido sucediendo, habría que reconocer que las cosas no están como se desearía en un enfrentamiento donde participan fuerzas armadas. Sacarlos a la calle no era lo más aconsejable y sin embargo se hizo. Ahora se pensó mejor y se habla de un cuerpo de élite separado pero formado dentro del mismo organismo cuartelario. Asustan a la población los ajustes de cuenta en que dirimen sus diferencias los grupos que se pelean por una plaza. La calle es el escenario donde tiene lugar la disputa por el territorio aterrorizando con gran desparpajo a personas que nada tienen que ver y que sólo piden que se les deje vivir en paz. A las fuerzas del orden sólo les queda el hacer rondines con vehículo que recorren las principales avenidas con gran prosopopeya y metonimia; para la foto, pues. Los hechos ocurridos el domingo en céntrica avenida de Torreón es síntoma inequívoco de que vivimos tiempos tempestuosos sin deberla ni temerla. Aunque de cierto modo sí somos culpables al permitir con nuestra incuria y desidia una desigualdad que flagela. Hasta ahora no ha pasado nada, excepto que asome el rostro de la violencia.