EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

El Santo Cristo de la Capilla| Hora cero

Roberto Orozco Melo

Ayer se celebró en el atrio de Catedral la fiesta capitular de la ciudad de Saltillo, presidida por su patrono secular, el Santo Cristo de la Capilla. Nadie que haya vivido más de una docena de años en la capital de Coahuila puede alardear de ser ajeno a esta escultura de Jesús crucificado que otorga patrocinio y cuidado a todos y cada uno de los que habitamos en la antigua Villa de Santiago de Saltillo.

Dentro de la Catedral la celebración es muy religiosa; pero afuera es muy profana, como las tradiciones mexicanas lo exigen. Evocar es un verbo muy conjugado por quienes ya hemos caminado la ruta de los años y tenemos edad suficiente para ser llamados viejos, adultos mayores, personas en plenitud, gente de la tercera edad, carcamales, veteranos, antañones, vetustos, etc. Nadie con ese largo recorrido sin aceite logra capturar algo del pretérito cercano: yo no recuerdo qué desayuné en la mañana, pero tengo presente lo que hace tiempo almorzaba en mi casa o en las casas de mis primos, de mis amigos y hasta de nuestros vecinos. Con esa misma claridad rememoro el viaje anual que mi madre y yo hacíamos a Saltillo para asistir al novenario y la fiesta del Santo Cristo de la Capilla. Un periplo que se preparaba con quince días de anticipación pues incluía un alto gozoso en General Cepeda para encomendarnos a San Francisco, más todos los que pudieran rezar mi abuela, mi madre y mis tías durante las vacaciones.

Aunque el seis de agosto cayera en cualquier día de la semana, mi mamá se organizaba para una estancia de diez días en Saltillo y diez días en la Villa de Patos. En esta risueña población nos esperaba toda la trouppe de la familia Melo. Estaban mis primas Arizpe, Rodríguez y otras varias de las múltiples familias Melo Dávila. Obligadamente había que ir a saludar a los vecinos de mi abuela. “Mira nomás muchacho qué grandote estás” y yo, que apenas levantaba poco más de un metro veinte, me sentía muy orgulloso.

Las primas buscaban a sus amigas; Choto y yo a don Daniel Flores, a don Emilio Torres o a don Chilo del Bosque: con cualquiera conseguíamos prestado un caballo manso para trotarlo y sentirnos “llaneros solitarios”.

A veces nos prestaban un expresito movido por un sólo jamelgo de fuerza, para que nos llevara a la Calaverna o a San Isidro, las pozas de agua que están al poniente de la traza urbana. Ahí nos sentíamos Johny Weismuller.

Podíamos gritar como Tarzán, pero jamás logramos echarnos un clavado o nadar como el héroe mítico de la selva africana.

En las noches disfrutábamos todos, primas y primos, el tibio clima del verano con luna casi perpetua en la casa de la abuela Lola, en Juárez y Abasolo, bajo el enorme nogal que aún está ahí, regado por la acequia que conducía, no sé si aún conduzca, la corriente de agua hacia las huertas.

Una amiga de mi madre llamada Rita Kuess, solía pasar los días del estiaje en la casa de mi abuela. Muy temprano salía a montar un brioso caballo de no sé cual propietario y a mediodía nos sorprendía en la poza de San Isidro lanzándose al agua desde una roca que estaba a la orilla. ¿Es sirena o amazona? Preguntábamos a las tías. “Es Rita Kuess” nos respondían, ajenas a nuestra imaginación. Lo cierto es que en las noches se unía a nosotros para contarnos terroríficas historias de aparecidos.

En el cuarto grande nos tendían colchones y colchonetas para dormir sobre el suelo. A las diez de la noche nos metían de la calle, casi muertos de cansancio; pero en la madrugada veíamos pasar, brincando entre los cuerpos de las primas y los nuestros, a una figura de bata blanca con una lámpara de aceite en la mano derecha que recorría el galerón aquel, se detenía a veces y luego proseguía su caminata. Luego supimos que era mi tía Toña, la única soltera de la familia, quien por serlo sentía la responsabilidad de tener a tanta señorita durmiendo cerca de dos jóvenes ansiosos. ¿“Qué tanto busca en las noches, tía”? le preguntamos. Y nos respondió: “Que no se me entreveren los gallos y las gallinas” Como dice Catón: no le entendí...

En Patos visitábamos al tío Donato Melo V. Y a la entrañable tía Trini. En Saltillo había que estar, día tras día, con el Santo Cristo de la Capilla. Y luego hacer el vía crucis para comer cabrito en fritada en el rancho San Lucas con el tío Manuel Melo, la tía Tencha y los primos Pancho, Chema, Ramiro y Marianita: para visitar en la Goleta a las tías Gregoria y Guillerma Valdés. Luego en las tardecitas pasábamos a saludar a la tía Juanita Melo y al tío Antonio Flores; a la tía Consuelo y al tío Ernesto de la Peña; a los célibes Pepa, Carmen y Luis Melo; a la señorita María Mora, por la calle de Rayón y desde luego a mis tías Amalia y María donde recibíamos generoso asilo mi madre y yo.

De aquellos años me quedó la costumbre de sentarme ante el Santo Cristo en su capilla, solamente para verlo. El poeta Óscar Flores Tapia, masón grado 33, dedicó un hermoso poema “El Cristo feo” a esa figura del Cristo crucificado que igual asiste a los laicos y a los devotos. Cuánta parafernalia profana resiste su entorno de pasta; cómo le pedimos cosas, milagros e imprudencias. Cuántos riesgos corre su imagen en manos de sus fanáticos. Pero ahí está siempre: vivo, generoso y comprensivo. A cualquier hora, para cualquier necesidad. Dios nos lo conserve a todos.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 290310

elsiglo.mx