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El silencio| Jaque mate

Sergio Sarmiento

“Mejor guardar silencio y que piensen que eres un tonto que hablar y eliminar toda duda”.

Atribuido a Abraham Lincoln y a Mark Twain

Este domingo pasado, el 23 de septiembre, falleció el artista del silencio, Marcel Marceau, el mimo francés que durante décadas demostró que las afirmaciones más contundentes no requieren de palabras. Ese mismo día el venezolano Hugo Chávez rompió su propio récord al transmitir ocho horas y cuarto en su programa de radio y televisión “Aló presidente”.

La mayoría de los políticos nunca han entendido la importancia del silencio. A falta de ideas inteligentes, llenan el tiempo con cascadas interminables de palabras. Por eso les es tan importante el control de los medios de comunicación. Un micrófono es para ellos un fálico símbolo del poder.

Hitler llenó las plazas públicas de Alemania con sus prolongados y rabiosos discursos ante filas alineadas de grupos de choque con uniformes pardos, los de las SA, y grises, los de la Gestapo. Stalin en la Unión Soviética no se distinguió mucho de su colega alemán y en la Plaza Roja de Moscú ofreció discursos rimbombantes e interminables ante cansados trabajadores a los que se obligaba a permanecer de pie en el frío durante horas.

Las peroratas del cubano Fidel Castro han sido también interminables. El comandante, de hecho, tiene todavía la marca del discurso más largo en la historia de la Asamblea General de las Naciones Unidas: cuatro horas y 29 minutos del 26 de septiembre de 1960. En Cuba, ante sus públicos cautivos, los discursos de Fidel eran incluso más largos.

En México, Luis Echeverría y José López Portillo ofrecieron informes de Gobierno de hasta cuatro horas. Pero en su amor al micrófono, Chávez parece haber excedido a todos sus distinguidos predecesores.

Los políticos son muchas veces como los peces: se pegan al vidrio de una pecera o de una cámara de televisión, y abren y cierran la boca sin cesar, y sin proferir nunca una idea.

Los grandes discursos de la historia, sin embargo, se han distinguido precisamente por su concisión. Quienes los han pronunciado han entendido el sentido de la frase popular según la cual “lo bueno, cuando breve, es dos veces bueno”.

El discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln, pronunciado el 9 de noviembre de 1863 -como un homenaje a los soldados fallecidos en la batalla de la población de ese nombre en Pensilvania, la cual tuvo lugar entre el primero y el 3 de julio de ese año-, mostró respeto y dignidad gracias precisamente a su circunspección. Las palabras de Lincoln todavía retumban en ese valle de sangre a casi 150 años de distancia: “Que de estos honrados muertos -dijo- tomemos mayor devoción para esa causa por la que ellos dieron aquí la última y completa medida de su devoción… y que el Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no se extinga de la Tierra”.

El discurso de Gettysburg tiene exactamente 246 palabras. Son, si acaso, dos cuartillas. Su lectura en voz alta requiere a lo mucho de un par de minutos. En ello radica su majestuosidad. En cambio, Edward Everett, un político de la vieja escuela que habló antes de Lincoln, pronunció un discurso de dos horas.

Es imposible pensar que un Hitler, un Stalin, un Castro o un Chávez, o cualquiera de nuestros políticos actuales en México, hubieran podido ofrecer un discurso de dos minutos. Para ellos dos horas es apenas una probada. Quizá los políticos piensan que su confusión mental puede ocultarse detrás de un muro suficientemente grande de palabras.

Sólo los mayores estadistas entienden el poder de la palabra exacta. Y muy pocos entre ellos vislumbran el valor del silencio.

El discurso que Marco Antonio pronuncia en el Julio César de Shakespeare, uno de los ejemplos más redondos de oratoria en la historia de la literatura, tiene apenas 271 palabras. Pero no precisa más. Tras explicar ante un Senado hostil que “He venido a enterrar a César, no a elogiarlo”, llega en unas cuantas frases a una sutil pero contundente condena de Bruto y los senadores que habían asesinado al hombre al que antes rendían pleitesía. Imagine usted tal sutileza en un discurso de ocho horas y cuarto como los de Chávez.

Los políticos quieren cada vez más tiempo de los medios porque buscan confundir y enredar con sus palabras. No se sienten a gusto con la brevedad, porque la brevedad es transparente. No han entendido que un minuto de claridad es mejor que ocho horas y cuarto de enredos.

Quizá debieran volver la vista a ese mimo excepcional que este domingo falleció. Sin pronunciar palabra, Marceau fue siempre más claro y contundente que el mejor de todos ellos. De él podrían aprender -si son honestos- el valor del silencio, ya que el silencio habla más fuerte que la más fuerte de las palabras.

LA POSICIÓN DE AMLO

En el medio político mexicano, la reforma electoral se ha convertido en un dogma incuestionable. La iniciativa avanza en su aprobación por las cámaras estatales con votaciones de inusitada unanimidad. Pocos políticos se atreven a cuestionarla. Pero uno de ellos es Andrés Manuel López Obrador. Este domingo le dijo a Heliodoro Cárdenas de Milenio en Cuauhtinchan, Puebla: “No estoy de acuerdo (con la reforma electoral) porque no va a ayudar mucho en la vida pública. Mejor dicho, no ayudará para la democratización del país. Es algo intrascendente porque las leyes no están mal. El problema es que no se cumplen y no se respetan, porque las instituciones a cargo de hacerlas cumplir y respetar están al servicio de una minoría”.

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