Cliserio todos los días
Aunque muchos lo duden, sucedió en Torreón a fines de los cincuenta. Cliserio Reyes, un joven campesino, se quitó el hambre de volar con un sistema brutal pero efectivo: apagó el tractor, se echó un buche de coraje y subió de polizonte al ala de un DC-3 que despegaba rumbo a la Ciudad de México. Su sueño era llegar al DF, inscribirse en una escuela de pilotos para convertirse en aviador. Jamás llegó a la capital. A los diez minutos de vuelo llegó la turbulencia: después de sentir fallas en las condiciones de la aeronave, el piloto regresó al aeropuerto. Y allí descubrieron a Cliserio bien aferrado al avión, montado todavía en su plan. Y lo arrestaron.
Vale la pena recordarlo porque ayer, en el Teatro Isauro Martínez, se llevó a cabo la entrega del Premio Nacional de Literatura Bellas Artes en su categoría de obra de teatro para niños. La obra ganadora ÿEl vuelo de Cliserioÿ está basada en la aventura del joven agricultor. Más que una anécdota insólita o chusca, el paseo de Cliserio es un ejemplo de lo que somos capaces los habitantes de esta tierra. Porque hasta donde yo sé, el desierto no florece por azar.
Esto de los premios no es como en la ruleta, donde cualquiera gana y no sabe ni cómo le hizo. En 21 años de historia que tiene el galardón, por primera vez fue concedido a alguien de La Laguna. Y aunque otros laguneros han obtenido premios Bellas Artes (como el jonronero Jaime Muñoz que recibió el Nacional de Cuento San Luis Potosí, entre muchos otros), no tener en nuestras filas a un ganador del Premio de Obra de Teatro para Niños era como si alguien viniera de muy lejos a vendernos lonches de adobada y agua de raíz.
Si este año tenemos un premiado torreonense fue porque Frino, como Cliserio, se montó en su terquedad de lagunero y se hizo polizonte. Quería ser músico pero aquí no había dónde estudiar eso, así que se trepó a un DC-3 a Monterrey, a estudiar composición. Luego se montó en otro que iba a la Ciudad de México, para sacar una maestría. Y le faltan todavía muchos aviones, y autobuses, trenes, submarinos.
Lo triste es que Frino y Cliserio no son casos aislados. Aquí todos los jóvenes que nacen con vocación artística se vuelve polizonte, porque no hay Facultad de Música, ni Facultad de Filosofía y Letras, ni de Artes Plásticas, ni de Danza, ni escuelas de Cine, ni de Alta Cocina… Saúl Rosales se subió a una nave de la fuerza aérea para aprender los secretos de la carpintería literaria. Ramón Shade se subió al ala de un Torreón-Viena para ser Director de Orquesta. Enriqueta Ochoa se coló en una avioneta que iba a Tánger para buscarle el modo a la poesía. Y así hay muchos: Damián Gálvez y Los Dorados con su buen jazz norteño; Pablo Arredondo, Gerardo García y Miguel Báez, escritores, Pilar Miñarro, violonchelista; entre los médicos están Hugo de la Peña, Miguel de la Parra, Mariano Montaña, Mariel Morales…
La historia de Cliserio sigue ocurriendo todos los días porque según nuestros altos mandos educativos, los sueños de todos estos jóvenes son obsoletos. Quién sueña con ser restaurador, curador de arte, coreógrafo, especialista en genética, maestro en religiones comparadas. Lo de hoy son las Universidades Tecnológicas donde se prepara a los actuales Cliserios para integrarse a la cadena productiva. Bájense del avión y vuelvan al tractor, quieren decir.
Hace un par de años, durante una vista que hizo a la Fundación para las Letras Mexicanas, don Eraclio Zepeda me contó que Cliserio había llegado a ser dueño de una pequeña empresa de avionetas de fumigación que opera en Chiapas. No sé si sea verdad o sea otra de las geniales ficciones de don Eraclio. Me gusta pensar que es cierto, que Cliserio jamás quiso cambiar su vocación de campesino, sólo quería ponerle alas al tractor.
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