La reforma al estatuto electoral mexicano ha despertado un debate sobre el sitio de los partidos políticos. Para algunos, el paso que se ha dado termina por instaurar una partidocracia que no se distingue en esencia del presidencialismo previo. Antes el Ejecutivo mandaba de modo arbitrario, sin control ni contrapeso alguno. Ahora, dicen ellos, ha cambiado el origen del abuso. Ya no se excede la Presidencia; los abusivos son los partidos. Se ha llegado a decir que el cambio ha sido un golpe de Estado; que la complicidad entre los partidos ha cerrado la competencia, expulsando a los ciudadanos del reino de la participación política. En defensa de los partidos, de su relevancia para cualquier régimen democrático han salido defensas razonables. Ofrezco otra que incluye, también, una nota de preocupación.
El funcionamiento del pluralismo democrático requiere de un régimen institucionalizado de partidos. Los órganos de la diversidad son indispensables para darle sentido a la competencia, para canalizar exigencias y reclamos, para conformar palancas de decisión eficiente. Una de las defensas más claras que conozco de este arreglo bien canalizado por normas y procedimientos es el que ofrecen los politólogos Mainwaring y Scully en un interesante estudio de los sistemas partidistas en América Latina (Building Democratic Institutions. Party Systems in Latin America, Standford University Press, 1996). El rediseño de las reglas que la clase política ha emprendido recientemente tiene una enorme importancia entendiendo que los partidos no son emanaciones espontáneas de la sociedad, reflejos de valores o intereses naturales: son productos, artificios que responden a estímulos normativos que los premian o los castigan. Se sabe que el trazo de las reglas induce la competencia para que ésta sea multi o bipartidista. Lo que Mainwaring y Scully agregan a la tradicional reflexión sobre el número y la distancia ideológica de los competidores es un apunte sobre el grado de su institucionalización. Para que un régimen democrático funcione no basta con un número adecuado de partidos o con una razonable disposición al acuerdo entre ellos; es relevante que la estructura de la competencia tenga bases de estabilidad. Los autores aluden a ciertos elementos que valdría tener en mente al analizar el régimen mexicano.
En primer lugar, importa que las reglas hayan adquirido estabilidad. Para que la competencia entre partidos se asiente es necesario que las reglas tengan, igualmente, fijeza. No puede conformarse un régimen competitivo de partidos cuando las reglas electorales varían de una elección a otra. En nuestro caso, es cierto que las reglas han cambiado continuamente, pero el marco general de la competencia ha permanecido básicamente estable: la fórmula que traduce votos en escaños tiene ya varias elecciones en pie. Las nuevas reglas en materia de campañas y financiamiento cambiaron sustancialmente, pero no tocaron el esqueleto del mecanismo representativo.
En segundo término, la institucionalización requiere que los partidos inserten raíces en la sociedad. Los partidos deben ser conductos de intereses reales; ser tenidos como aliados inmediatos de ciertos grupos, como defensores habituales de algunas causas, acostumbrados críticos de otras. ¿En qué condición podemos situar a nuestros partidos de acuerdo a esta noción? A pesar de lo que muchos dicen, nuestros partidos no son hierba de superficie; sus vínculos sociales son mucho más densos de lo que se cree. Es cierto que no tienen buena imagen y que aparecen una y otra vez en el punto más bajo de la confianza ciudadana. Pero más allá de esos indicios de descrédito, lo que resulta innegable es que, elección tras elección, los tres partidos suman más del 90% de los votos. Los partidos mexicanos pueden recibir todos las censuras imaginables, pero no flotan en las nubes: sus cimientos (los de los tres) están dentro de la sociedad.
Mainwaring y Scully piden un grado mínimo de coherencia ideológica a los partidos para que éstos conformen una plataforma de competencia institucional. Si son como deben ser —un referente, una brújula de la lucha política—han de ir más allá de una sola elección, más allá del programa de un solo liderazgo. Han de estar adheridos, por tanto, a un universo de recuerdos, valores, esperanzas. La política mexicana se ha poblado de saltimbanquis. Del partido hegemónico han brincado los ambiciosos a otras plazas sin el menor apremio para razonar su pirueta. Con todo, y a pesar de la abundancia de los tránsfugas, los partidos en México son mucho más que clubes personalistas. El PRD es un referente claro de la vida política mexicana. El PAN es otro.
Los partidos en un régimen institucionalizado retroalimentan la legitimidad democrática. Aquí sí caminamos con pie torcido. Los partidos mexicanos—pienso sobre todo en el PRD, pero también en el PRI y hasta en el PAN— mantienen una línea de ambigua lealtad frente al régimen constitucional. Los votos y las leyes cuentan, pero sobre todo, si son leyes benéficas y votos favorables. Cuando las reglas y los votos son adversos, bien pueden explorarse otros caminos para negociar la ley.
Nuestro sistema de partidos es bastante sólido. ¿Lo será en exceso? Frente a lo que sucede al sur, México tiene en sus partidos un parapeto contra la amenaza populista—esa sí, responsable de las recaídas democrática en la región. Tener partidos fuertes y bien arraigados es la mejor vacuna en una sociedad proclive a la seducción de lo antipolítico. Y sin embargo, habrá que cuidarnos también del peligro contrario: el endurecimiento patológico de la competencia, la conformación de un régimen sin válvulas de escape donde el voto no sea capaz de distribuir castigos y oxigenar así la vida pública.