El día de ayer la Universidad Nacional anunció el otorgamiento de la mayor distinción que otorga. Entre otros premiados, recibirán el doctorado Honoris Causa el ex presidente chileno Ricardo Lagos, el filósofo español Fernando Savater, la novelista brasileña Nélida Piñón, la filósofa mexicana Juliana González y el politólogo italiano Giovanni Sartori. Resalto en esta nota la constancia intelectual de este último.
Si la ciencia política tuviera un lugar sagrado, ese lugar sería la casa de Maquiavelo. Ahí, en Florencia, nació Giovanni Sartori en 1924. A Sartori le correspondió de alguna manera refundar esa ciencia del poder. Frente a los vuelos y las abstracciones de la filosofía política, frente a la confusión del lenguaje público, sostuvo la necesidad de construir una ciencia empírica de la política basada en un lenguaje preciso y un método riguroso. De la disciplina de su trabajo se han originado textos que bien pueden considerarse esenciales para entender la política contemporánea. Mucho más gris y turbia sería nuestra comprensión de la democracia, del funcionamiento de los artilugios constitucionales o de los partidos políticos sin sus aportaciones.
Su trabajo académico se ha desplegado en tres direcciones: el método de las ciencias sociales, la teoría del régimen democrático y las instituciones políticas. El recato por el método no lo ha resguardado de la polémica. Es cierto que se ha esforzado por asear el vocabulario de la política, pero su ambición intelectual ha ido más allá de los pasillos universitarios. El tratadista, más allá de sus extraordinarios talentos expositivos, ha sido un cortante discutidor. Un polemista dedicado a contender contra el analfabetismo politológico que nos inunda. Es que Sartori no se ha contentado con hablar a sus alumnos y a sus colegas. Está convencido que la ciencia política que no se aplica es como la sabiduría médica que no cura porque se complace en las galeras de una editorial o en los debates de algún congreso científico.
No conozco un tratado que aborde con la claridad y la profundidad con la que Sartori trata las complejidades del régimen democrático. Quien se adentre en los dos volúmenes de su Teoría se compenetrará con el problema del pluralismo; advertirá las tensiones entre hechos y valores; hallará los lazos esenciales del régimen con la libertad, la igualdad y la ley; registrará la intrincada evolución histórica de la democracia y tomará nota de sus desafíos contemporáneos. Siendo una valiosísima aportación didáctica, no deja de ser una pieza de batalla. Ahí están sus sablazos contra demagogos y déspotas; su invectiva contra las simplezas participacionistas, su denuncia de la peligrosa ingenuidad democrática. El tratado es, en sí mismo, un lance de esgrima intelectual.
Por esa condición cortante de su trabajo académico no resulta tan extraña, ni mucho menos contradictoria, la nueva vertiente de su trabajo. Hay quien lamenta que el profesor Sartori se ha convertido en un provocador apresurado y estridente. Comparan la ponderación de sus primeros trabajos con las desmesuras de sus textos recientes sobre el reino videocrático, el cataclismo ecológico o la amenaza multicultural. No se percatan que la pluma ha cambiado de clave. Antes redactaba tratados, hoy dispara panfletos.
Hablo del panfleto, por supuesto, como un dignísimo género de expresión intelectual y artística. Al panfleto, más que al tratado o al ensayo, pertenecen los trabajos recientes de Sartori. Ninguno de ellos destaca por su sobriedad o su ponderación académica. El panfleto no tolera la irrupción de la mesura. Las páginas densas, cargadas de citas, las disquisiciones conceptuales y las advertencias metodológicas de antes han cedido ante una escritura avivada, irónica, certera.
Los arpones sartorianos de hoy son recordatorios de que la democracia liberal está siendo socavada desde dentro. Sartori nos invita a tomarnos en serio lo elemental: la base de la comunidad pluralista, los dispositivos de comunicación, el fundamento de la racionalidad posible y las herramientas de la gobernación. Sean los engaños de lo correcto, las perversiones de lo mediático, la disolución de los antiguos dispositivos de entendimiento o los espejismos del orden institucional, lo cierto es que la democracia aparentemente triunfante puede convertirse muy fácilmente en un régimen falsificado.
El panfleto es un género de soledad. No es encargo de un protocolo profesional, sino un atrevimiento personalísimo, el compromiso de una expedición solitaria contra el mundo. Si el profesor pretende esclarecer las cosas, el panfletista busca pulverizar el engaño que recibe aplausos. La obligación del panfleto es provocar, irritar, suscitar reacciones. Deber cumplido en los textos recientes de Sartori. Se le ha acusado de apocalíptico, racista, xenófobo y hasta de periodista. Lo cierto es que ha puesto la mirada en muchos asuntos a los que los correctos preferirían dar la espalda.
El personaje que está detrás del escrito apresurado y controversial es el mismo que años antes escribía voluminosos tratados académicos: un inclemente crítico de disparates. En 1989 advertía que nuestros deseos de construir una buena sociedad eran liquidados por los medios que elegíamos para fundarla. Si pudiéramos darle nombre a los enemigos que encienden su rabia, hablaríamos de los alegrepensadores.
Frente al alegrepensamiento, esa filosofía dulce que confía en que todo problema se resuelve por efecto del tiempo y que el futuro será espontáneamente más feliz que el pasado, Sartori opone lo que llama “pesimismo constructivo”.
La constancia democrática de Sartori está tan viva en sus conceptos como en sus embates; en la solidez de sus tratados y en la soltura de su florete.