Sólo la fecha, la corrección y la formalidad política obligan a decir que mañana habrá elecciones en Baja California y Oaxaca. Si la fuerza, la organización y la participación ciudadana fueran mayores y mucho más comprometidas con su propio porvenir rechazarían que aquel ejercicio fuera –como a veces presume la propaganda– la fiesta de la democracia.
Una elección supone al menos tres cuestiones fundamentales: partidos con organización y proyecto; candidatos de donde escoger; y un mínimo de estabilidad política y social para darle al voto su carácter decisorio.
En Baja California y Oaxaca no se cumplen esas condiciones y así, decir que mañana habrá elecciones democráticas es un simple decir, en el mejor de los casos una aspiración sin posibilidad de concretarse cabalmente este domingo.
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Lo más delicado de lo que está ocurriendo con esas elecciones es lo relativo a los partidos. Muchos politólogos podrán comenzar a interesarse por el caso México porque aquí, a pesar de la teoría, se está dando un fenómeno insólito: una democracia sin partidos.
Los partidos mexicanos –ahí sí, sin distingos– se están convirtiendo en entidades de interés público, pero sin mayor vínculo con la ciudadanía. Entidades financiadas con dineros públicos y privados que periódicamente, al ritmo marcado por los concursos electorales, hacen acto de presencia en la comarca correspondiente para “vender” a su candidato ante el electorado sobre la base de contratar algún gran publicista. Un especialista en mercadoctenia política que, sin importarle el impacto al medio ambiente político o sea, a la misma democracia, ofrece al electorado un producto político.
Ni ideas ni proyectos ni compromisos son necesarios. Los partidos simple y sencillamente “invierten” una considerable cantidad de dinero en propaganda –spots sobre todo– para imponer a su candidato no sobre la base de sus virtudes, sino a partir de demostrar los vicios del adversario. No proponen elegir a su candidato, sino eliminar al otro. Si antes inquietaba la conversión de la democracia en una partidocracia, ahora preocupa la conversión de esa partidocracia en una dinerocracia fincada en el poder mediático. Los partidos se empeñan en vencer, no en convencer.
Si se mira la propaganda utilizada por Acción Nacional en Baja California es claro que ese partido no tenía ni el menor interés en promover a José Guadalupe Osuna como su candidato, sino sólo evidenciar los vicios de Jorge Hank Rhon. No se trataba de demostrar cuán bueno es o era José Guadalupe Osuna, sino cuán malo era el oponente tricolor. No se trataba de elegir al mejor, sino al menos malo.
La actuación de los partidos hoy se limita a asegurar y acrecentar las prerrogativas económicas públicas y privadas y con esos recursos y a partir de técnicas mercadológicas, conquistar nuevos mercados o conservar los que ya tienen. Al ciudadano no lo conciben como un elector, sino como un consumidor de productos reciclables que no siempre llevan la etiqueta de su valor nutricional o político. Logrado aquel propósito, asegurada la plaza y con ella el empleo de cuadros y militantes del partido, el elector-consumidor es olvidado, marginado de todos aquellos ejercicios o decisiones (no electorales) relacionadas con la democracia.
Aunque la Constitución reconozca a la democracia como una forma de vida, los partidos la entienden como un concurso de temporada marcado no tanto por la victoria lograda como por la derrota infringida.
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Agotada la temporada electoral los partidos se desentienden de la ciudadanía y todos aquellos asuntos del interés público que implican tomar decisiones pasan al exclusivo dominio de los partidos. Ahí los ciudadanos no sólo sobran, estorban. Los partidos privatizan el ejercicio del poder con la tranquilidad de que sin estar obligados a rendir verdaderas cuentas a la ciudadanía la próxima elección no será donde reciban premios o castigos. Será, en el mejor de los casos, el momento de echar andar la máquina del dinero y la propaganda no para impulsar a su candidato sino para hundir o eliminar al adversario. Y eso no es una elección.
Si se revisa el marco político-social en el cual tendrá lugar la elección de mañana, tanto en Baja California u Oaxaca, no sería aventurado decir que no hay condiciones para llevar a cabo el ejercicio.
En Baja California, el campo electoral –Tijuana, destacadamente– es un tapiz de ejecuciones, secuestros y “levantones”. Sin embargo, como los partidos han logrado reducir la democracia al ejercicio electoral o si se quiere, han logrado disociar el ejercicio electoral del ejercicio del poder, ni el PAN ni el PRI en Tijuana se sienten obligados a rendir cuentas del desastre prevaleciente en materia de seguridad pública.
Dieciocho años lleva Acción Nacional en el Gobierno Estatal y ni quién explique el deterioro de la seguridad pública. Casi tres años lleva el PRI en el Gobierno Municipal de Tijuana y ni quién explique cómo esa plaza se ha convertido en una de las capitales del crimen. El caso del candidato priista, Jorge Hank Rohn, es impresionante en ese sentido, su fama pública lo vincula con la actividad criminal pero, aun así, su partido lo considera como el hombre destinado a ocupar la gubernatura del estado.
Tal es el desapego de los partidos frente a la ciudadanía que sólo esa razón explica que el PRI postule a un candidato impresentable en Baja California y respalde a un gobernador insostenible en Oaxaca.
En Oaxaca, si se mira la degradación política registrada desde hace más de un año y en la cual el gobernador Ulises Ruiz tiene enorme responsabilidad, resulta inconcebible entender el concurso electoral como un ejercicio democrático. El tapiz ahí es de muertos, desaparecidos y encarcelados políticos, de inestabilidad política y deterioro económico pero, aun así, se dice que habrá elección de diputados. Oaxaca, como decía el ministro Genaro Góngora, arde por dentro, pero los partidos no sienten calor y además, ni les interesa. El punto es conservar o conquistar curules, ya después se verá qué pasa.
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Y lo que pasará después, en realidad ya está ocurriendo. La impunidad y la no-rendición de cuentas por parte de la élite en el poder y el divorcio entre partidos y ciudadanía están socavando el avance de la democracia.
El descreimiento en las instituciones o peor aún, la actuación de éstas a partir de arreglos políticos por encima del derecho está dando aliento a los grupos radicales que ven la violencia como el recurso más directo para manifestar su inconformidad o para imponer su designio. No puede ponerse cara de asombro frente a esto, era y es la consecuencia natural. Cuando los canales institucionales de participación se taponan, nadie puede llamarse a sorpresa por su desbordamiento.
Por más que se debata si la transición a la democracia ya concluyó o no, hay mensajes muy claros de inconformidad política desatendida. Los partidos y las élites políticas están jugando con la estabilidad y poniendo en riesgo la democracia.
Podrá la corrección política recomendar el manejo de la jornada de mañana en Baja California y Oaxaca como un ejercicio electoral, pero lo cierto es que no hay mucho de dónde escoger ni condiciones para hacerlo. Si se insiste en entender la democracia como un ejercicio que se lleva a cabo cada tres o seis años, de ocho de la mañana a la seis de la tarde, practicado por inconscientes consumidores de productos políticos reciclables, la democracia mexicana no será tal.
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