El caso de Elvira Arellano, quien fue deportada el pasado domingo por Tijuana, puede convertirse en un arma de dos filos para la comunidad inmigrante de Estados Unidos.
Elvira entró furtivamente hace diez años al vecino país y trabajó varios años con documentos falsos hasta que en el año 2002 fue arrestada por las autoridades migratorias.
Durante largo tiempo luchó por una estancia legal en tierra estadounidense hasta asilarse en agosto del año pasado en una iglesia metodista de Chicago ante su virtual deportación.
Su hijo Saúl de ocho años y nacido en Estados Unidos ha sido la motivación principal de Elvira para quedarse en dicho país.
Mi caso, dice la michoacana de 32 años, es similar al de los doce millones de indocumentados que trabajan ilegalmente, pero que compran productos y pagan impuestos de manera legal.
En la comunidad hispana, Elvira ha sido objeto de innumerables muestras de simpatías y solidaridad. Cuando viajó a Los Ángeles para respaldar el movimiento Santuario, su presencia atrajo la atención de los medios de comunicación nacionales y extranjeros.
Pero lamentablemente entre los grupos conservadores y racistas de Estados Unidos, le ha llovido duro a Elvira porque su historia evidencia una serie de violaciones a las leyes norteamericanas que estos sectores no están dispuestos a tolerar.
A pesar de su situación, Elvira prolongó cinco años su estancia en tierras norteamericanas desde que fue detectada por las autoridades migratorias.
Muy probablemente el caso Elvira Arellano revivirá las demandas de los anti-inmigrantes que llegan al extremo de solicitar se niegue la ciudadanía a los hijos de indocumentados.
En Tijuana, Elvira Arellano dijo ser militante del PRD y anunció que visitará a los dirigentes del partido, lo que tampoco fue bien visto en círculos políticos norteamericanos.
Seguramente la misma reacción negativa se hubiera presentado si fuera del PAN o el PRI porque convierte su activismo social en una lucha con intereses políticos particulares.
Entrevistada en la radio, la señora Arellano se mostró indecisa en cuanto al rumbo de sus protestas en contra del Gobierno norteamericano desde territorio azteca.
“Soy mexicana –dijo Elvira— pero quiero defender el derecho a permanecer en el país de mi hijo en donde encontré en su momento trabajo y un mejor nivel de vida”.
Según las leyes, Elvira no puede regresar de manera legal a los Estados Unidos durante veinte años aun cuando su hijo al cumplir los 21 años pida la residencia para su madre.
Peor todavía, si ella regresa al vecino país enfrentaría acusaciones penales que pudieran mandarla a prisión por una larga temporada.
Nos encantaría decir que las repercusiones de este asunto serán tan grandes que podrían mover a las autoridades norteamericanas a reflexionar sobre la necesidad de legalizar a tantos millones de indocumentados que viven en este país.
Pero desafortunadamente no será el caso, Elvira no es el símbolo más representativo del inmigrante humilde y luchón que cruza a Norteamérica en busca del sueño americano. Tampoco sufrió las vejaciones ni enfrentó el fantasma de la muerte que día a día acompaña a los mexicanos que cruzan la frontera sin más pertenencias que la ropa que traen puesta.
Para colmo el caso Elvira Arellano amenaza con calentar los ánimos en las altas esferas del Congreso yanqui y aumentar el clima hostil en contra de los indocumentados.
En otras palabras y dicho esto con tristeza, Elvira Arellano no es la lideresa que los inmigrantes requieren con urgencia para sacudir la intolerancia de los políticos norteamericanos.
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