Cultura de la desigualdad
El incremento de 4% otorga-do a los salarios mínimos a partir del primer día de 2008 evidencia una vez más la enraizada cultura de la desigualdad, al parecer convertida en política de Estado. No se trata de un tema puramente económico: las dimensiones inquietantes de la desigualdad están socabando de múltiples maneras la cohesión social.
Hay que recordarlo: la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece en su artículo 123: “los salarios mínimos deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia en el orden material, social y cultural”. Sin embargo, en vez de apegarse al mandato constitucional (o, por lo menos, aproximarse más a su concepto), la estrategia económica neoliberal ha agrandado dramáticamente la brecha entre el salario mínimo real y el que ordena nuestra Constitución.
Cumplimos, durante este mes, un cuarto de siglo de experimentación neoliberal; y en este largo túnel oscuro de “ajustes estructurales” y “disciplinas macroeconómicas”, los salarios mínimos han sido reducidos a menos de la tercera parte del poder adquisitivo que tenían en 1982 (al descender de $32.72 en 1982, a $9.74 en 2007, a precios de 1994). Más aún, la política salarial retrógrada situó estas percepciones por debajo de las prevalentes en 1946 (cuando el salario mínimo fue de $13.37, a precios de 1994), de modo que acumulamos una regresión de más de medio siglo en la mejora del bienestar de los asalariados más desvalidos.
Además, puesto que los incrementos de los salarios mínimos han servido de guía para la negociaciones contractuales, los trabajadores del sector formal de la economía han sufrido también un agresivo deterioro de su poder adquisitivo: los salarios contractuales de las ramas de jurisdicción federal perdieron el 62.2% de su poder de compra durante el período 1983-2007, acumulando también una regresión mayor de medio siglo.
“Por sus obras los conoceréis”, reza el proverbio bíblico. En vez de utilizar la política salarial como herramienta para elevar paulatinamente el nivel de vida de los trabajadores y mejorar la distribución del ingreso, la tecnocracia neoliberal la ha utilizado como ancla antiinflacionaria: los incrementos del salario mínimo han sido iguales a las tasas de inflación proyectadas, casi siempre superadas por la inflación realmente observada, de manera que se ha provocado un deterioro casi ininterrumpido del poder de compra del salario. Así, el bienestar de la gente se ha sacrificado al becerro de oro: es decir, a la estabilidad de los signos de valor.
La ideología de la desigualdad que ha inspirado esta política salarial retrógrada afima: incrementos salariales superiores a la inflación esperada provocarían una carrera precios-salarios que acabaría deteriorando aún más el salario real. Desde luego, este dogma no está validado por la experiencia internacional ni por la mexicana. Hay que recordarlo: durante el época del desarrollo estabilizador (1959-1970), los incrementos nominales del salario mínimo (9% en promedio anual), fueron siempre superiores a las tasas de inflación (2.5% anual). Además, los aumentos salariales superaron también la suma de la tasa de inflación más la tasa de incremento de la productividad (la cual creció 4.3% anual). Como resultado, el salario real se incrementó a una tasa media del 6.3% anual. No obstante, los incrementos salariales jamás desencadenaron una escalada inflacionaria.
Lo anterior ocurrió porque la política de Estado era entonces la del avance hacia la equidad. Ergo, entre los propósitos del desarrollo estabilizador figuraron: “aumentar los salarios reales” y “mejorar la participación de los asalariados en el ingreso nacional disponible” (véase A. Ortiz Mena, El desarrollo estabilizador, FCE, México, 1998). Con firmeza y congruencia, ambos propósitos fueron cumplidos: la participación de los salarios en el ingreso nacional disponible (IND) pasó del 26.3% en 1950-1958, al 35.2% en 1959-1967 y al 38.3% en 1970.
Sin embargo, aunque los salarios reales y la distribución del ingreso entre los factores de la producción mejoraron considerablemente, la masa de ganancias empresariales creció aceleradamente, debido al crecimiento también acelerado del PIB, que se incrementó a una tasa media del 6.8% anual durante el período 1959-1970, sustentado precisamente en un pujante mercado interno.
En contraste, el modelo neoliberal ha traído consigo un círculo perverso: empobrecimiento de los asalariados, drástico deterioro de la distribución factorial del ingreso (la participación de los salarios en el ingreso nacional disminuyó del 41.7% del IND en el período 1970-1982, al 35.1% en el período 1983-2004, e incluso al 33.4% del IND en 2004, según el último dato disponible del INEGI), provocando una esclerótica estrechez del mercado interno, que a su vez provoca un raquítico crecimiento del PIB, cuyo incremento apenas ascendió al 2.5% anual durante el período 1983-2007.
Por eso, para que nuestro país ingrese a un nuevo círculo virtuoso de crecimiento económico acelerado y sostenido con equidad, es necesario dejar atrás la cultura de la desigualdad y pasar a una nueva estrategia económica.