Los muertos se cuentan por cientos. Policías municipales, estatales, federales, miembros del Ejército Mexicano, de la Marina, escoltas y por supuesto civiles. Ejecuciones sumarias, decapitados y amenazas a las instituciones son asuntos cotidianos. Es una guerra afirmó Calderón desde el inicio. No hay sorpresa. Algunos no aceptan el término, otros solicitan como consecuencia un parte de guerra. Es posible ganar, se preguntan. Definiciones aparte, lo evidente avasalla. Se trata de una rebelión generalizada contra las instituciones de seguridad. Quizá nunca se gane en definitiva pero la posibilidad de perder es evidente. México iba perdiendo.
La guerra no está en nuestra cultura. La gran mayoría de los mexicanos del siglo XXI –50 por ciento por debajo de los 25 años- no vivieron ni la Revolución, ni la Primera Guerra Mundial. Muy pocos, sólo los mayores de 70 años, quizá un siete por ciento puede tener algún recuerdo de la Segunda Guerra. La gran mayoría ha crecido en el discurso de un México pacifista, que rehuye a esa atrocidad. Pero resulta que hay guerras que uno no busca, que nos toca vivir a pesar de la voluntad, son obligadas. Están en juego valores superiores a la paz como convicción. La libertad, el imperio de la Ley, la justicia, el Estado mismo. Ese es el caso. Si perdemos al Estado perdemos al garante de nuestras libertades, así de sencillo y dramático.
Hay guerras que no pueden ser postergadas indefinidamente. Por venerar a la paz Chamberlain cedió mil veces y dejó que el monstruo de Hitler se fortaleciera, que las atrocidades avanzaran. Igual terminó Londres bombardeado por los B1 y B2. Por rehuir la guerra en Europa los Estados Unidos sólo entraron después de Pearl Harbor en un escenario de devastación. Atrás había ya millones de muertos. Faltaría otro tanto para lograr la destrucción del Tercer Reich. ¿Exagero en las comparaciones? Por supuesto. Se trata de asuntos de diferente dimensión. Sin embargo en la forma de asumir el reto no hay diferencia. Dejar pasar es dejar crecer.
Calderón llega a los doscientos días en el mando. Reclamó a codazos su puesto, su derecho y su obligación. De inmediato cerró filas con las Fuerzas Armadas y en días comenzó la refriega. El objetivo es uno y muy claro: la recuperación del control de territorio nacional; el restablecimiento del monopolio en el uso de la fuerza por parte del Estado. El Estado mexicano es el andamiaje que permite la conducción del buque en que navegamos más de 106 millones de seres humanos. La tripulación no puede vivir amenazada y fingir demencia. Falso que dé lo mismo hacer o no hacer. Falso que el asunto sólo incumbe a algunos. Cada día que pasó sin declarar la guerra, sin encarar el abierto desafío, el Estado mexicano se debilitó. Esa debilidad cancela a México un mejor futuro.
La primera misión del Estado, su razón de ser es la seguridad. Un Estado arrinconado no da garantías a sus ciudadanos, tampoco a los inversionistas. Un Estado sangrante no proyecta futuro. Al ser la seguridad un asunto de Estado es también una cuestión de justicia. Que millones de mexicanos salgan de la miseria depende, en buena medida, de que el Estado mexicano recupere su fortaleza y dé garantías mínimas de seguridad. Regresar a la tranquilidad ficticia es una tentación que merodea. Decir aquí no pasa nada sería una forma de evasión, de populismo, de cobardía.
Los mexicanos han reaccionado a la altura. Según un estudio reciente de El Universal (Ipsos-Bimsa) un 73 por ciento percibe que la violencia vinculada al narcotráfico ha aumentado. De allí un 60 por ciento afirma que esa violencia se debe a que los narcotraficantes están defendiendo su territorio frente al Ejército o a pleitos entre ellos. Un 36 por ciento cree que los narcotraficantes están ganando la guerra a las autoridades. En noventa días la aprobación de Calderón creció diez puntos porcentuales, llegó a 68 por ciento, es alta. Curiosamente el crecimiento más significativo se dio entre perredistas (22 por ciento) y priistas (16 por ciento). Las resistencias no están en la opinión pública. Un tercio tiene dudas sobre la victoria y razones no le faltan.
Quiere entonces decir que una gran porción de los mexicanos reclamaban y hoy aprueban el uso de la fuerza pública para el restablecimiento del orden mínimo. Sólo en cinco entidades no se ha tenido que recurrir a los operativos o acciones de apoyo. La descomposición era (¿es?) generalizada, afectaba la vida cotidiana de muchos y el futuro de decenas de millones. Vivimos días de tormenta. Por fortuna no estamos acostumbrados ni debemos acostumbrarnos a que la sangre corra a diario. México es hoy un país con una guerra declarada, como las tienen otros: Estados Unidos o España contra terrorismo de distinto semblante. El respeto a los derechos humanos deberá ser estrechamente vigilado. No sabemos cuánto durará. Pedir resultados inmediatos es demagogia, también lo es pretender que el Estado previo era mejor.
Lo que no debe suceder es que esta guerra inevitable se use para fines partidarios. Es un asunto de Estado. Está en entredicho ese Estado que todos dicen defender. Los partidos políticos, que son parte del Estado, todos, deberían de respaldar expresamente al titular del Ejecutivo. Están en el mismo barco. En esto no puede haber fisuras. En seis años habrá otro presidente que podría o no pertenecer a los partidos que hoy están en la Oposición. El acoso del narcotráfico seguirá, eso no va a cesar. Calderón no habrá ganado la guerra pero sí podría entregar una vida institucional recuperada. Eso, en sí mismo, sería un gran mérito histórico, en sí mismo, procuraría más prosperidad.
Estamos en guerra, Calderón y todos lo mexicanos.