Tras la elección federal, los panistas yucatecos estaban convencidos que la sucesión en el estado sería asunto entre ellos. Le habían dado una votación extraordinariamente alta al candidato presidencial al que impulsaron en la elección interna. Habían barrido al PRI en la contienda federal. Se pavoneaban seguros de que la gubernatura estaba en la bolsa. La única duda que quedaba por despejar era saber quién sería el abanderado panista. El guión de sus anticipos recordaba una historia reciente: el candidato del partido gobernante habría de recorrer triunfalmente el estado y agradecer las muestras de apoyo. Las oposiciones harían su luchita, pero no tendrían nada que hacer frente a un partido imbatible. La campaña como un tedioso preludio del Gobierno.
Creyeron que el estado era suyo, que independientemente de la gestión de Gobierno, del candidato o la campaña, tenían asegurada la victoria. Así les fue.
Decía Quevedo que reinar era velar. Quien duerme de sus triunfos pasados prepara su fracaso. Eso fue lo que sucedió a Acción Nacional. Hace seis años logró un triunfo histórico. Derrotó al cacique legendario y ganó la gubernatura. Las esperanzas que generó la alternancia tardaron poco en convertirse en decepción. Como le ha sucedido en otras plazas donde ha ganado, el PAN no fue capaz de ratificar su victoria inicial tras seis años de Gobierno. En Yucatán, Acción Nacional se prepara para regresar a su nido confortante: la Oposición.
Yucatán es la reiteración de la precariedad de los mandatos. No hay territorio en el país que sea definitiva, irrevocablemente priista o panista o perredista. En el México de la competencia no hay fuerza política que pueda dar por seguro su predominio. Por ello mismo, no hay fuerza política a la podamos declarar difunta. Es sorprendente la forma en que lo obvio suele olvidarse. Tres factores inciden en una elección. El primero es la evaluación del pasado inmediato. Un Gobierno incompetente, una Administración que traiciona las expectativas generadas, una gestión que no entrega buenas cuentas deja a su partido en una mala posición de arranque para encarar la competencia electoral. En segundo lugar, los candidatos cuentan. Se vota con el pasado en mente, pero también anticipando el perfil del nuevo Gobierno. Un candidato atractivo puede remontar desventajas iniciales; un candidato que suscita miedos o que es incapaz de levantar esperanzas puede echar a la basura una ventaja. Finalmente, las campañas importan. No hay campaña que resulte más antipática que aquella que se finca en la soberbia del triunfo seguro. Sé que digo obviedades. Las reitero porque lo evidente suele perderse de vista.
La elección reciente ha ratificado la influencia determinante de un nuevo protagonista. No me refiero a ninguno de los partidos, al presidente, ni a los medios. Me refiero al votante decisivo, el votante sin partido, el elector independiente que cambia de opción en cada elección. Sin complejos, puede inclinarse a la izquierda un día y unos meses después desplazarse a la derecha. Votar no es para este elector un instrumento para comunicar una identidad invariable sino un mecanismo para emitir un juicio oscilante. Hace un año el candidato del PRD obtuvo un respaldo minoritario, pero significativo en Yucatán. Esos votos amarillos desaparecieron en esta elección y fueron determinantes para la recuperación del PRI.
En Yucatán se mostró la cara tribal del PAN. No hablo de la convivencia de diversas corrientes, familias, perspectivas ideológicas o camarillas dentro del PAN. Me refiero a la incapacidad de procesar esas diferencias de manera civilizada e institucional.
Es cierto que en la historia del partido fundado por Gómez Morín no han faltado las renuncias y defecciones, pero en tiempos recientes, la vida interna de ese partido ha destacado en comparación con la de sus adversarios. Puede decirse que Acción Nacional es el partido institucionalmente más sólido del país. Sus reglas son claras, sus rutinas son seguidas con puntualidad. La diversidad ha encontrado en las instituciones panistas buenos cauces para expresarse.
Pero en Yucatán se exhibió otra cara del partido gobernante. El PAN se dividió al preparar la candidatura al Gobierno del Estado, magnificando la perceptible división nacional. Unos gritaron que el Gobierno local intervenía indebidamente; otros hablaron de una invasión de influencias nacionales; otros describieron el pleito como un berrinche de la derrotada. Sea cual haya sido el origen del conflicto, el hecho es que Acción Nacional empezó la contienda por la gubernatura con una división visible y costosa que seguramente influyó en la elección final. La fractura no se detiene en las fronteras de Yucatán. Se trata de una fractura nacional que separa al panismo que gobierna el país y el panismo que gobierna a su partido. No se entendería la derrota del PAN en Yucatán sin la política irresponsable, miope, sencillamente tonta del señor Espino y su campañita contra el presidente Calderón.
El dirigente del PAN se imagina como capitán de un barco que ha sido invadido por los enemigos. Los enemigos son agentes gubernamentales que se han infiltrado en el partido y deben ser denunciados públicamente, con el mayor estruendo posible. A su juicio los enemigos del PAN están dentro del barco, se han disfrazado de tripulación y pretenden arrebatarle el control de la nave al auténtico capitán. El presidente del PAN ha sido elocuente en su propósito: está dispuesto a hundir la embarcación, antes de permitir que los traidores que vienen del Gobierno se apoderen del timón.
Ése es el brillante plan de navegación del señor Espino: preservar la integridad del barco panista haciéndolo naufragar.