“Si los hechos no se ajustan a la teoría, cambia los hechos”.
Albert Einstein
En distintas ocasiones he señalado en esta columna mi posición de que la decisión jurídica sobre lo acontecido a Ernestina Ascencio -a quien algunas fuentes identifican como Ascensión-, mujer indígena de 73 años de edad muerta en la sierra de Zongolica el 26 de febrero, debe basarse en los hechos y no en la ideología.
Realmente patética me ha parecido, en efecto, la controversia en que la izquierda y la derecha han afirmado cada cual su dogma: la primera que la señora Ascencio fue violada y asesinada por miembros del Ejército y la segunda que su muerte fue producto de causas naturales.
Tendrían que ser las pruebas las que resolvieran esta disyuntiva. Por eso presté atención a los argumentos que avanzó en un principio la Procuraduría de Veracruz, los cuales fueron respaldados por legisladores y autoridades locales perredistas así como por intelectuales y periodistas de izquierda, que afirmaban que el ultraje y el homicidio sí habían existido y que habían sido cometidos por soldados.
Pero también busqué analizar la información de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), que mantuvo, tras un estudio pericial, que simplemente no se había registrado ni violación ni homicidio en agravio de esta mujer.
El hecho que las pruebas que respaldaban la tesis de la violación y el homicidio no eran tan sólidas como aseveraban los grupos de izquierda empezó a volverse evidente el pasado 25 de abril, cuando el presidente de la CNDH, José Luis Soberanes, fue citado a comparecer por las Comisiones de Derechos Humanos y equidad y género de la Cámara de Diputados. Estas comisiones se negaron a permitirle al Ombudsman presentar las pruebas periciales que llevaba o a escuchar los argumentos de los especialistas que lo acompañaban. Los diputados de estas comisiones no querían que la realidad perturbara la solidez de su dogma. No les interesaba saber lo que había ocurrido, sino simplemente mantener inamovible su posición.
El caso de la violación y el homicidio se sustentaba en los estudios periciales realizados en un principio por la Procuraduría del Estado de Veracruz y en las declaraciones de los parientes de la señora Ascencio.
Pero incluso estas pruebas se han desplomado. Este 30 de abril el fiscal especial del caso, Juan Alatriste y el procurador general de Veracruz, Emeterio López, señalaron en una conferencia de prensa que, una vez revisada toda la información y las pruebas, habían llegado a la conclusión de que la señora Ascencio no fue violada ni su muerte producto de un homicidio. No procede por lo tanto, dijeron, llevar a cabo una acción penal en contra de nadie.
Según el fiscal especial, la muerte de la anciana “no es imputable a factores externos a la fisiología de su organismo”. Sí había un rasgado anal en la mujer, “pero no había indicios criminalistas de que haya habido la introducción de un miembro viril o de algún objeto”. Las pruebas periciales revelaron la presencia de parasitosis y de heces intestinales que al parecer provocaron el sangrado pélvico. Al final, el dictamen es virtualmente el mismo que llevó a la CNDH a descartar la violación y el homicidio.
Esto dejaría las declaraciones de los parientes de doña Ernestina como únicas pruebas de que la muerte fue producto de un violento homicidio. El problema es que se trata de testimonios de oídas, que no tienen fuerza jurídica, por lo menos no frente a las pruebas físicas que señalan lo contrario.
Los grupos que han asumido como dogma la tesis de la violación y el homicidio se han sentido ofendidos por la decisión de la Procuraduría de Veracruz de echar para atrás su versión original de los hechos. Y es lógico. Si al presidente de la CNDH, al doctor Soberanes, lo llenaron de insultos y descalificaciones por osar cuestionar el dogma, mucho más lo harán ahora con un procurador veracruzano priista y con el fiscal especial que les han quitado el sustento de la versión políticamente correcta en la que creían. Ahora empiezan a argumentar que hay una compleja conspiración –otra vez el “compló”— que involucra al Ejército, al Gobierno Federal panista, al Gobierno Estatal priista, a los médicos forenses y a la Comisión de Derechos Humano cuyo propósito es ocultar esa supuesta verdad que los exámenes periciales niegan.
No deja de ser triste, sin embargo, que estos grupos políticos insistan en aprovechar la muerte de una anciana indígena para su beneficio político. Porque a eso se limita lo que estamos viendo. La muerte de Ernestina se presentaba como una magnífica oportunidad para presentar a un Ejército insensible que se niega a tomar medidas en contra de un grupo de soldados que violan a una anciana indígena. La historia era perfecta: con villanos de una perfidia inimaginable, una víctima absolutamente indefensa y un crimen execrable. El problema es que los hechos no avalaron la versión. Y por eso el desencanto se ha transformado en furia.
ABORTO Y NIÑOS DE LA CALLE
Entiendo la posición de Jorge Serrano Limón de Provida y de algunos panistas de tratar de impedir la realización de abortos en los hospitales del Distrito Federal ahora que la práctica se ha despenalizado. Pero lo que no entiendo es por qué estos mismos activistas no han hecho nada para ayudar a los niños de la calle. ¿Será más glamoroso combatir el aborto que enfrentar la compleja problemática de los niños abandonados? Al final, políticos son y como políticos se comportarán.