A casi dos décadas de Retorno a Aztlán, Juan Mora Catlett regresa al México prehispánico con Eréndira Ikikunari
EL UNIVERSAL
MÉXICO, DF.- El México prehispánico es un tema casi olvidado en el cine nacional. Un mínimo de producciones han abordado esta región del atlas histórico de Mesoamérica y el fenómeno de la Conquista: Ulama, el Juego de la Vida y la Muerte (1986), Cabeza de Vaca (1991) o Retorno a Aztlán (1990). Es precisamente el director de ésta última, Juan Roberto Mora Catlett, quien enfoca su lente otra vez al pasado, al imperio Purépecha y la Leyenda de la Princesa Eréndira. “Somos suma del pasado y presente. Mezcla del mundo indígena con el mundo occidental y es algo que no se ha revisado en el cine”.
Eréndira Ikikunari narra el episodio de una joven indígena que robó un caballo a los españoles y lo montó en la guerra, en defensa de su pueblo. “Los héroes de películas mexicanas y extranjeras son hombres. No hay heroínas; y las que aparecen son como hombres disfrazados de mujeres: saben Karate, son acróbatas y no se despeinan ni se les corre el rimel. Son irreales. Eréndira está inmersa en una cultura indígena que tiene un rol específico para la mujer y otro para el hombre. Aprovechando el caos -de la llegada de los españoles- se niega a seguir el rol de ser esposa y madre. Primero tiene que vencer los prejuicios de su propia cultura para después ser reconocida como guerrera, algo que era inconcebible.”
La trama fusiona el mito de Eréndira con el códice que narra la historia del pueblo purépecha, desde
la época precolombina hasta la llegada de los europeos. El director incorporó los dibujos del códice sobre
el concepto épico de los indígenas al discurso visual: “La imagen de la película es la imagen del códice pero tridimensional e incluyo en los escenarios recortes enormes de códices para que haya esta sensación de carácter plástico”.
Eréndira Ikikunari es una obra compleja: está hablada en purépecha, español del Siglo XVI y latín. Para que el idioma purépecha fuera hablado de manera natural, los actores fueron en su mayoría indígenas michoacanos; no así la protagonista, la actriz Xochiquetzal Rodríguez, quien tuvo que aprenderlo.
Se grabó en cine digital con tres cámaras simultáneas; una estrategia que bajó los costos de producción. Aún así el presupuesto era insuficiente por lo que emplearon el ingenio. “No teníamos dinero para el vestuario. En los códices representaban a las personas con imágenes pintadas de colores. Se me ocurrió hacer una traslación de lo que aparece como decoración a un maquillaje corporal. Con Julián Piza, el maquillista, desarrollamos tintas a base de tierras para dar texturas como de figuras de barro. No sólo estaba resuelto el problema de vestuario sino que daba una imagen extraña pero con sentido poético.”
La estética de la cinta obedece a la manera en que veían los indígenas a los españoles: como dioses.
“¿Cómo representarlos? Como si portaran una máscara totalmente inexpresiva.
Y los caballos eran vistos como monstruos míticos.
La narrativa es no realista: estoy hablando de un mito no de una realidad histórica. Por eso el uso de códices para narrala, de máscaras de danza y del paisaje del volcán. El proyecto nació hace diez años, cuando a Juan Mora Cartlett le diagnosticaron cáncer terminal y se propuso entonces cumplir un último sueño.
Los paisajes incluyen zonas arqueológicas del lago de Pátzcuaro, el volcán Paricutín, la laguna Zirahuén y el manantial “La rodilla del diablo”, en Uruapan. Conchas, piedras y petates fueron los materiales para elaborar la utilería. “Utilizo mucho los sahumerios para crear una sensación de neblina que tiene un valor expresivo: la neblina te hace perder tridimensionalidad. La guerra donde se destruye el mundo indígena sucede en la neblina para dar esa idea de ceguera que se tenía ante la realidad”.