Mi primer recuerdo de esta centenaria ciudad se remonta al año 1944 del siglo XX, cuando yo tenía 13 años. Mi madre y yo abordamos en Parras el tren de Saltillo a Torreón. Éramos dos viajeros y mucho equipaje. Por costumbre familiar ella solía viajar con dos maletas, tres macetas con plantas, una jaula y dos gorriones, un marquesote, tamales, carne seca, chorizo recién hecho, frascos de mermelada de membrillo y pasta de higo. ¿Para qué tanta comida? Le pregunté, cansado de cargar los paquetes. “Si quieres ser bien recibido en una casa llega con algo en las manos”, asentó ella con tono trascendente, pero yo pensé: “Con tanto algo que llevamos nos tendrán que recibir con valla, confeti y banda de música”.
Esther Herrera Orozco, mi prima, esperaba en la estación para llevarnos en automóvil a la casa de mis tíos María Orozco y Jesús Herrera Cano ubicada en las calles de Matamoros e Ildefonso Fuentes. Esther se ganó mi admiración pues yo, mozalbete pueblerino, ignoraba que las mujeres podían conducir un automóvil.
Comparado con Parras de la Fuente Torreón parecía una metrópoli y lo era en realidad. Metrópoli, dice el diccionario, es una ciudad que alberga colonias extranjeras. Era cierto: a fines del siglo XIX el ferrocarril abrió insólitas perspectivas de progreso para la pequeña comunidad de Torreón. Los lugareños iban a la estación del tren a ver el arribo de un río de migrantes europeos y orientales que huían de las profundas crisis económicas europeas, posteriores a las dos guerras mundiales. Eran españoles de todas las regiones, franceses. ingleses, belgas, alemanes e italianos con diversos conocimientos y habilidades; unos con dinero y otros con ganas de hacerse ricos, ya fuera en el campo, en los talleres o en el comercio.
Yo sólo conocía Saltillo y creía que era la ciudad más grande del mundo, con casas antiguas y una impresionante Catedral; pero en Torreón me impactó una moderna traza: calles y avenidas rectas y amplias, un incipiente bosque urbano y una risueña alameda, una calzada, la Morelos, con camellón en medio y una hermosa plaza central con árboles: sitio ad hoc a los cónclaves románticos. Me conquistó en visitas posteriores el movimiento en sus calles, el dinamismo de su comercio, la inquietud de sus habitantes, sus cafés, sus cines, las plazas y la afición al beisbol, enardecida con el Unión Laguna de Martín Dihigo, “Chanquilón” Díaz, Memo Garibay, Moy Camacho y otros grandes de la pelota caliente. Y disfruté mucho las noches de basquetbol en las canchas de las escuelas Alfonso Rodríguez y Centenario.
A los quince años de edad sentí, sin saberlo a ciencia cierta, que en el ambiente de la ciudad de Torreón se respiraba adrenalina pura. En las calles se caminaba aprisa, en los cafés se discutía con pasión, en los comercios se atendía con eficiencia, en las escuelas se estudiaba con disciplina y atención, los taxis circulaban continuamente por avenidas y calles, en el mercado Alianza se escuchaba el alegato de marchantes y vendedores y de cuando en cuando se oía también la sirena de una ambulancia que trasladaba a un enfermo.
Por una de las calles transversales a la avenida Matamoros estaba una nevería, atendida por una familia de japoneses. Mi madre me proveía de “jolas” para que comprara un helado, de los hechos de sabores diversos y sofisticados estilos. Cuánto me entretenían los aparadores comerciales en la avenida Morelos, atestados de chucherías y juguetes efímeros. Cómo disfrutaba el refresco de “root beer” en las fuentes de soda de las plazas.
En Parras me intrigaba el interés con que mi padre leía cada día “El Siglo de Torreón” y luego en Torreón vi que mi tío Jesús hacía lo mismo, con el mismo periódico y con otro además, llamado “La Opinión”. Esperaba turno para hojearlos, sobre todo la página de los monitos que después recortaba para pegarlos en un cuaderno que leía en la cama.
Quién me iba a decir que muchos años después dos periodistas: don Antonio de Juambelz de “El Siglo de Torreón” y don Eduardo Guerrero Álvarez de “La Opinión” abrirían las páginas de sus respectivos diarios a mis mal pergeñadas columnas.
Tengo infinitos motivos de gratitud con esta centenaria ciudad. Cuando en 1971 y 1973 residimos en ella multiplicamos la cantidad de amigos que antes teníamos. La ciudad nos recibió con los brazos abiertos y su nunca desmentida, generosa anfictionía. Nunca olvidaremos a Torreón y a nuestros numerosos y buenos amigos y bien nos consta que ellos tampoco se han olvidado de nosotros. Por eso hoy que Torreón cumple 100 años de ser ciudad, —¡y qué ciudad!— le hago presente nuestro amoroso homenaje, eterna gratitud y nuestros bien nacidos deseos por su progreso y grandeza. A Torreón, a sus autoridades, a sus habitantes y a nuestros amigos un abrazo cordial, bien apretado y bien sincero. ¡Felicidades! ¡Viva Torreón! y hoy, 15 de septiembre, de 2007 que ¡Viva México!...Malgré tout
Mea culpa:
En mi columna del jueves 13 cometí un error por distracción o tontería. Involucré a la empresa constructora JIMSA de Torreón en el terrible accidente de Celemania al atribuirle haber sido porteadora de las 22 toneladas de nitrato de plata que hicieron explosión. Eso no es cierto: la empresa dueña del tractocamión que estalló después de haber sido impactado por un auto es “Fletes y Traspaleos, S.A. de C.V.” de Monclova. Lamento la equivocación y presento mis disculpas a la constructora JIMSA, a mis editores y a mis lectores. Gracias. ROM