es un escultor griego del siglo V antes de J. C., pero no cualquiera es uno de los mayores creadores del arte universal. Fidias creó un tipo de figura humana impregnado de nobleza y serenidad que representa el punto central, clásico, de la evolución del arte griego. Se le atribuye la famosa Atenea, levantada en la acrópolis de Atenas. No creo que Fidias o Praxiteles, este último célebre por sus estatuas de Afrodita, se hubieran prestado a esculpir la imagen del ahora ex presidente Vicente Fox para que la colocaran en el municipio de Boca del Río, Veracruz, con lo cual quizá hubieran logrado que permaneciera en su lugar y no hubiera sufrido la vejación a que fue sometida por una turba de bárbaros. Nadie se hubiera atrevido a tocar una obra perfecta. No obstante, estoy consciente de que Vicente no es una afrodita ni, mucho menos, la diosa griega Atenea. La pesada efigie cayó tirada con cuerdas que la hicieron venir abajo entre risas y chacoteo de quienes cumplían el cometido pérfido de algún político rastacueros. Fox, puede dormir tranquilo, no fue obra del populacho...
Es de no creerse que alguien pueda sentirse molesto por que se erija una estatua.
A menos que sea la de un ladrón, la de un violador o la de un farsante, bueno para nada, el que está ahí representado, que no es el caso. De las que recuerdo que fueron tumbadas, aun veo su figura de pie, monumental, la de Miguel Alemán Valdés, en Ciudad Universitaria y la ecuestre de José López Portillo, en Monterrey. Esta última fue retirada poco después de instalarla, en tanto que la primera fue derribada con explosivos. Creo que la idolatría no se da en nuestros políticos, salvo cuando aún se está en la residencia de Los Pinos. Una vez fuera queda sujeto al juicio de la historia. Son las generaciones futuras las que sin apasionamientos, sin ligerezas, con los ánimos aquietados y la frialdad que da el paso del tiempo, pueden decidir si la persona merece o no que se le rinda un homenaje de esa trascendencia. Es lógico que los beneficiarios de un sexenio que obtuvieron ventajas políticas o económicas o ambas, sientan que tienen la necesidad de mostrar su agradecimiento por los dones recibidos. Lo quieren hacer de inmediato, si nadie se opone quisieran hacerlo al día siguiente de cuando terminan su periodo. No hay la calma que introduce el transcurso de los años. Aunque bien visto, qué caso tiene levantar un monumento, no hay mejor lauro que la satisfacción del deber cumplido.
Tiene el poder algo que trastorna los sentidos del más sensato. No sé cómo habrá tomado Fox el que su estatua haya sido abatida, revolcada, aniquilada, mutilada, escarnecida y destrozada la mano derecha como si hubiera sido amputada; si, la misma con la que, utilizando sus dedos índice y cordial, hacia la V de la victoria. Lo comprendo, pues siendo un hombre de carne y hueso, se sintió humillado al ver que su efigie estaba siendo vapuleada por la plebe. Muy en el fondo de su ser recordó algo que nunca leyó, a Benito Mussolini arrastrado y ejecutado por la muchedumbre, a Luis XVI conducido a la guillotina por un pueblo hambriento que previamente había tomado La Bastilla y recientemente, a Saddam Hussein, cuya estatua se desplomó presagiando un fin trágico. Su corazón, el de Fox, agarró una carrera desenfrenada que le obligó a sentarse al imaginar que era él y no su efigie la que caía.
Estaba en una cabina de la empresa Telemundo en la ciudad de Los Ángeles, un individuo le mostraba documentos frente a un proyector televisivo, “qué estoy haciendo aquí, por qué no me dejan en paz, este tipo que me interpela es un periodista vulgar, como todos, es mentiroso hasta la pared de enfrente, no me está entrevistando, me interroga, es un pobre imbécil, mejor me voy”.
Bien, los monumentos deben levantarse a los hombres que ya han muerto. Ningún político que se respete debe autorizar, estando vivo, que se le rinda un tributo de ésa u otra naturaleza, a mayor razón si es inmerecido. Un premio que lo distingue de los demás mortales. Los arrumacos que podemos hacerles a nuestros seres queridos, que mucho han hecho por nosotros, debemos prodigarlos en vida no cuando el pariente haya dejado de existir. Ésa debería de ser la regla. Lo otro, el nombre escrito en letras de oro, los megalitos, los pergaminos y demás honores son producto de la vanidad. Hay quien dice que el alma del hombre, perpetuado en bronce, va a parar a la estatua, que al principio gozará de verse ensalzada, apacible y quieta, pero al paso de los años, recibiendo en su cabeza y hombros ácidas deyecciones, oyendo a todas horas el monótono currucucú de las avezuchas, las piernas tiesas, adoloridas, con las botas calando los juanetes, inmóvil, sin poderse sentar ni ir al baño, sirviendo de confidente involuntario de los enamorados, en un parque cualquiera, soportando el frío, el viento terroso, la lluvia, los rayos del sol pegando inclementes, el ruido de los coches, el trajín diario de los vendedores, la pátina cubriéndolo como un sudario, ha de ser sumamente molesto.