La guerra es una masacre entre gente que no se conoce, para provecho de gente que sí se conoce, pero no se masacran sino que hacen magníficos negocios entre ellos.
Yo sólo estuve dos años en el único colegio mixto que (fundado por un grupo de españoles exiliados por la terrible guerra civil que asoló su país) había por entonces allá en la provincia donde nací.
En el Colegio Cervantes estudié primero y segundo de primaria, en el tercer año me sacaron mis padres porque había un grandullón que aprovechaba cualquier oportunidad para maltratarme y sin querer queriendo, pegarme. Ahora pienso que aquel cavernícola estaba enamorado de mí y hacerme la guerra era la única forma que encontraba de llamarme la atención.
El colegio mixto fue mi única oportunidad de convivir con niños y salvo “el pegón” todos me gustaban, aunque ya desde entonces percibí sus inclinaciones bélicas. Mientras a las niñas nos gustaba jugar al doctor que era un juego excitante (una niña se acostaba y los “doctorcitos” la auscultaban) los niños preferían jugar a las guerritas.
El juego consistía en correr a escondernos entre los ruinosos muros de la parte de la escuela que amenazaba con derrumbarse y donde estaba prohibido pasar; mientras algún compañero nos encontraba, nos disparaba con un imaginario fusil y debíamos caer muertos. El que mataba más compañeritos era el héroe. Las niñas pasábamos muchísimo miedo y yo en particular, nunca entendí cuál era el chiste del juego, como nunca entenderé la perversa obsesión que tienen los hombres por las armas de fuego y las guerras que como si fuera una burla, siempre organizan para conseguir la paz y no falta que hasta las bauticen como Guerras Santas.
Para mi infancia hubiera bastado con la implacable batalla doméstica que libraban papá y mamá. Por ahora tengo bastante con mis batallas interiores y las cotidianas batallas que por sobrevivencia debemos librar los capitalinos para volver sanos y salvos a casa.
Pero parece que todo eso resulta insuficiente y ahora también nos hemos involucrado en una costosísima guerra contra el narco; que por la experiencia que nos ha dejado toda prohibición, sólo servirá para encarecer el producto y enriquecer bestialmente a quienes “sí se conocen, pero no se masacran entre ellos”.
Más tarde o más temprano (ojalá fuera temprano) tendremos que reconocer esta absurda guerra como perdida, no sólo por la alta cuota de vidas que nos está costando, sino por el severo daño a la moral de todos los mexicanos y de paso por el grave deterioro de la imagen de México frente al resto del mundo.
Así como por momentos olvidamos que en Colombia existe una sociedad decente y trabajadora y sólo pensamos en la Colombia de los narcos; si seguimos por el mismo camino pronto el mundo nos conocerá como el México-Narco. Pienso en los campos deportivos, escuelas, equipos de computación, bibliotecas, hospitales y centros culturales que podríamos construir con el dineral que estamos tirando a la basura en una guerra que sostenida por fuertes intereses económicos; sólo podríamos ganar legalizando la droga.
Pienso en una ciudadanía sana, bien alimentada, educada, informada y por lo tanto capaz de hacerse responsable de su salud. Pienso en una exitosa industria turística que además de historia y tradición, pudiera ofrecer seguridad a nuestros visitantes.
Es innegable la urgencia de detener de algún modo (habría que encontrar el modo) el grave daño que está causando el narcotráfico; pero no menos urgente sería encontrar la forma de hacer frente al daño moral que sufre nuestra población cuando observa la impunidad que gozan personajes como Elba Esther o Marín o Montiel, o…
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