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Heberto Castillo, Armando Labra/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Murieron un día como hoy. Heberto Castillo hace una década. Armando Labra hace solamente un año. Los recuerdo aquí enlazados no sólo por el azar de su fecha luctuosa, sino porque, cada uno a su modo, ambos escogieron el servicio al país, esa expresión que tan a menudo suena falsa y que en ellos fue emoción vital. Quizá nunca se cruzaron sus caminos, ni sus afanes se unieron en espacios comunes. Y sin embargo, por vías diferentes y hasta lejanas se esforzaron por definir un destino mejor para los mexicanos y actuaron lealmente en esa dirección.

Recuerdo un momento de clara coincidencia entre ambos. En los años de la presunta bonanza petrolera, 1978 particularmente, la voz del ingeniero Castillo multiplicó sus alcances para alertar sobre el dispendio y la corrupción que caracterizaban la explotación petrolera y el riesgo de que la riqueza energética en vez de reforzar la soberanía nacional nutriera el propósito contrario, el perseguido por quienes querían servir a Estados Unidos antes que a México. En marzo de ese año, el Colegio Nacional de Economistas organizó un foro sobre el asunto, una de cuyas principales conclusiones apuntó al peligro de que, si no se exploraba en busca de reservas y seguía vendiéndose crudo a la velocidad con que entonces se hacía, veinte años después México se convertiría de exportador en importador de petróleo.

Armando Labra presidía ese colegio de profesionales, que ensanchaba las posibilidades de expresión de los miembros del Gobierno o del Congreso que estaban encuadrados, casi automáticamente, en el partido gubernamental. En ese tiempo, en cambio, Heberto Castillo aplicaba buena parte de su caudalosa energía a la construcción del Partido Mexicano de los Trabajadores. Dirigidos a un rumbo mismo, Labra escogió el camino del servicio institucional, mientras que Castillo apeló a la organización popular, a la lucha social.

Los talentos de Heberto hubieran podido conducirlo a metas personales gratificantes para quien no tuviera una conciencia social tan exigente como la suya. Brillante alumno y profesor de la Facultad de ingeniería de la Universidad Nacional, de haber perseverado en el incipiente camino empresarial en que se inició habría encabezado una poderosa compañía constructora. De haberse consagrado a la explotación de las patentes que su genio de inventor logró concebir y realizar, hubiera consolidado una fortuna como lo hicieron los creadores que tasaron en altas cotas su inteligencia.

Pero el conocimiento de la realidad mexicana lo empujó rápidamente hacia el activismo social, al lado del general Lázaro Cárdenas, en el Movimiento de liberación nacional, primera tentativa de agrupamiento social en pos de un vasto programa nacionalista y popular. En esos años, cuando cursaba su licenciatura en economía en la UNAM Labra hubiera podido coincidir con Heberto. Pero entonces se imponía en su vida el espíritu lúdico (del que Heberto no carecía, aunque su adustez sirviera para esconderlo) y prefirió dedicarse a la música de moda, como parte de un gozoso conjunto juvenil.

Labra se posgraduó en Berkeley, en la misma Universidad de California desde donde Herbert Marcuse predicaba sobre los caminos para liberar a la humanidad, en empeño que el conservadurismo agreste como el de Gustavo Díaz Ordaz calificó como filosofía del odio. En realidad, era el Presidente quien lo practicó en grado intenso y la fusión de sus miedos y rencores condujo a la represión de 1968, de que Heberto fue víctima como cabeza del profesorado universitario que se alió con los jóvenes en busca de nuevas fronteras para las libertades públicas.

En el cautiverio, que doblega a los pusilánimes y otorga lucidez y fuerza a los espíritus bien templados, Heberto avizoró el camino y empezó a recorrerlo apenas salió a la calle, después de dos años de prisión. El partido que vislumbró entonces fue, andando el tiempo, el Mexicano de los Trabajadores, el Mexicano Socialista, el de la Revolución Democrática.

Pese a su fuerte personalidad, el ingeniero Castillo era capaz de combinar el empuje individual con el reconocimiento al valor de otros y de colaborar con ellos. De allí su efectiva exhortación al líder panista Luis H. Álvarez para que en 1986 depusiera su ayuno y buscara sus fines a través de la lucha electoral. De allí su renuncia, dos años después, a la candidatura presidencial a favor de Cuauhtémoc Cárdenas. De allí su indeclinable, pero también crítico apoyo al hijo de su general.

Labra era asimismo hijo de general, cardenista y henriquista, es decir opositor desde dentro del sistema, como resolvió hacerlo Armando. Sirvió productivamente al sector estatal de la economía y luego fue asesor de gobernantes (como Heladio Ramírez López) que corrieron el riesgo de acoger a un adversario del neoliberalismo de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas. Eran tan valiosos sus consejos que Diódoro Carrasco lo nombró subsecretario de Desarrollo Político en Gobernación no obstante que había renunciado a su militancia priista.

El patrimonio político que amasó Heberto Castillo ha sido bien conservado y acrecentado por su señora esposa doña Tere Juárez y por sus hijos. Son dignos recipiendarios del homenaje que se rinde al ingeniero diez años después de su desaparición física. Más breve su ausencia, la de Armando Labra se alivia con el recuerdo de su bondad inteligente, que alimenta a María Elena Cardero y las hijas de ambos y a la cauda de amigos que supo hacer y conservar.

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