Con la mano en la cintura –como si se tratara de una cuestión sin importancia, que no debe distraernos mucho– se comienza a pronunciar y emplear con enorme facilidad la palabra “terrorismo”.
Hay incluso quienes ni siquiera consideran necesario discutir si, con ese término, deben así clasificarse los bombazos ocurridos el 10 de agosto y el 10 de julio en varias válvulas de los oleoductos que atraviesan Guanajuato, Querétaro y Veracruz. En su lógica, ésos son actos de “terror” y como tales, a los responsables es menester combatirlos y aniquilarlos porque eso de “dialogar con la guerrilla” es tiempo perdido. Por lo demás, dicen, no se puede ni se debe “dialogar” con quienes han hecho de la vía armada su forma de expresión. Si de hablar con “los terroristas” se trata, argumentan, es preciso hacerlo con su lenguaje: a punta de balazos.
Aun en las democracias desarrolladas con sólidos Estados de Derecho la forma de encarar “el terrorismo” no es asunto sencillo. Al menos no se aborda ni se simplifica, como aquí algunos radicales lo están pidiendo. El problema aquí, en México, es mucho más complicado: ni la democracia ni el Estado de Derecho acaban de consolidarse y sí, en cambio, un día sí y otro también, se acumulan actos de una terrible injusticia, de una insoportable impunidad y por lo mismo, día con día, sin darnos cuenta, se promueve y se fomenta la violencia.
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Grandes y pequeños actos de injusticia –muchos de ellos estampados con el sello de la impunidad– se registran cada día y en su conjunto, entonan una oda a la violencia porque por corrupción, colusión, complicidad, negligencia u omisión la justicia resulta un valor inasible, una quimera que cuando busca realizarse se convierte en pesadilla.
Actos de injusticia que montados unos sobre otros, de pronto, aparecen como una montaña inamovible. Van desde la violación cometida contra un niño en la escuela hasta el encubrimiento de un pederasta por parte de un cardenal en funciones. Van desde la desaparición forzada de dos militantes que, por las indagatorias, probablemente convaliden la existencia de marcianos hasta el homicidio de un “naranjero” cosido a golpes por la Policía. Van desde las mentiras piadosas hasta las declaraciones colmadas de cinismo del ex presidente de la República. Van desde la ejecución de militares y policías cuyos homicidas siempre escapan del brazo de la justicia hasta violaciones tumultuarias cometidas por soldados que reciben un muy leve castigo y la recomendación de no hacerlo de nuevo. Van desde caciques que organizan elecciones como si su estela de crímenes y tropelías fueran una anécdota, hasta caciques que se regocijan viendo cómo sus abusos son tema de conversación sin consecuencia. Van desde concesionarios que, sin el menor pudor, alientan el golpismo contra las instituciones, hasta senadores que cobran al erario y al señor que representan.
Cada uno de esos ejemplos tiene nombre y apellido. Cada uno de ellos provoca un sentimiento de frustración y desesperación frente al hecho irremediable de que aún, expuestos a la luz del día o denunciados ante la autoridad competente, no tienen respuesta seria por parte del Estado que, en su afán de reconfigurarse, carece de la solidez, la velocidad y la eficacia para no dejar sin castigo a quienes lo vulneran.
Cada día se arroja un nuevo leño al caldero de la violencia que provoca un hervor de sangre. ¿Cómo entonces pedir dejar caer “todo el peso de la ley” a quienes, de pronto, optan por la vía armada; si quienes a diario violan la ley reciben una palmada en la espalda o en el mejor de los casos, una ligera reprimenda?
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Lo más absurdo de esa espiral que invita a la violencia es que las respuestas, auténticos paliativos, corren por el mismo carril que se quiere supuestamente evitar.
Cada año o sexenio aumenta el presupuesto destinado a la seguridad y cada vez aumenta más la delincuencia. Cada año o sexenio se inventa una nueva corporación o una nueva fuerza oficial que, a la postre, sólo genera más violencia. Cada año o sexenio aumentan las medidas de seguridad que, al final, sólo limitan más los derechos de la ciudadanía sin disminuir la actividad del crimen. Cada año se incorpora al vocabulario un nuevo término para referirse a los secuestros reales, virtuales o exprés o las extorsiones reales o telefónicas o a los ejecutados, entambados, encobijados, encajuelados o decapitados. O peor aún, cada año o sexenio se combate el reflejo del problema sin atenderlo: se compran bloqueadores de llamadas hechas por telefonía celular desde los penales, sin atajar el acceso de esos teléfonos a los penales.
Así se pasó de la Policía Judicial Federal a la Agencia Federal de Investigación y a la Policía Federal Preventiva y de ahí, se resolvió llevar el Ejército a las calles para, luego, crear una nueva fuerza militar que primero quedó bajo mando directo del jefe del Ejecutivo y más tarde, en cuestión de meses, se resolvió que mejor quedara al mando del secretario de la Defensa. Lo peor es que, en cada uno de esos ensayos, se termina por incurrir en la tentación de utilizar esa fuerza, cualquiera que ésta sea, no sólo contra el crimen organizado, sino también contra eventuales movilizaciones sociales.
De a poco se van militarizando las relaciones entre los mexicanos y alentando un discurso donde, frente al crimen y al descontento social, la respuesta no tiene por qué ser distinta. De a poco se van confundiendo las cosas y se pide, como algunos ya lo vienen haciendo, utilizar la fuerza para restablecer el orden del desorden en que resbala la República. ¿En serio, en esa dirección se quiere avanzar?
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Frecuentemente se quiere hacer creer que entre política y delito no hay vasos comunicantes. La realidad es otra, hay vasos y muchos.
Cuando en una sociedad, los servidores públicos que abusan del poder y violan derechos reciben por castigo la condecoración de seguir en el cargo o el privilegio de hacer ostentación de su desmesura, el criminal se siente fuertemente respaldado. Si quienes más se deben a la sociedad abusan sin problema de ella, los que menos se deben a la sociedad no tienen por qué temer mucho. Políticos y criminales se vuelven socios de la impunidad.
Tolerar a un gobernador como Mario Marín o Ulises Ruiz que de la arbitrariedad y el abuso del poder han hecho timbre de orgullo. Tolerar a un ex mandatario que escribe –cosa que está por ver, si sabe– que hasta de la política exterior echó mano para aniquilar a un adversario. Tolerar a un cardenal que oficia misa, mientras atiende la causa que lo involucra por encubrir a un pederasta. Tolerar que, a partir de una concesión otorgada por el Estado, se torpedee al Estado. Tolerar todo eso y calificar de “terroristas” a quienes, de pronto, desesperan y –conforme a lo que ven– se separan del Estado de Derecho no es tan sencillo como algunos lo quieren ver.
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Frente a esto quizá sería conveniente darle más tiempo a los debates sobre la reforma social y política y menos a la discusión de cómo equipar mejor y fortalecer a las Fuerzas Armadas, policiales o militares. De seguir por donde se sabe, que nadie se sorprenda si, de pronto, hay un hervor de sangre.
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