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Hora cero| Democráticamente desentonados

Roberto Orozco Melo

La primera vez que asistí a una ceremonia en la Hacienda de Guadalupe, municipio de Ramos Arizpe, fue en el año 1954. Lo recuerdo como si contemplara una fotografía en sepia: había un frío de los mil diablos cuando salimos de Saltillo rumbo a la mentada Hacienda en hora imprudente: las cuatro treinta de la madrugada, de un día y una época muy revolucionaria todavía.

Dos días antes había comenzado el arribo a Saltillo de los veteranos de la Revolución Mexicana, cargados de medallas: algunas relucientes y otras lucían el óxido de los años. Los veteranos cargaban un cartapacio de cartulina con oficios foliados de la Secretaría de la Defensa Nacional dando crédito del protagonismo de sus portadores. Muchas batallas que habían librado hacía mucho tiempo: lo certificaban sus ajados uniformes, los quepís manchados de sudor y de grasa, las cruzadas cartucheras vacías y los famélicos rostros surcados con los años y las penas.

Era emotivo e indignante contemplar a aquel medio centenar de viejos luchadores que ofrecieron sus vidas por la justicia social sin que nadie hubiera dispuesto de ellas por las armas. “Mejor hubiéramos morido y no quedarnos a sufrir olvido y necesidades” se quejó un veterano con gesto heroico pero resignado. “No andaríamos dando lástimas o implorando la justicia que nos ofrecieron y no nos han cumplido” exclamaría otro mientras tratando de abrir el expedientillo que traía en sus manos para mostrarlo ante el joven reportero que los entrevistaba, mientras ambos caminaban medio kilómetro entre el estacionamiento del autobús y el viejo y derruido casco de la ex hacienda.

Sin embargo, la Revolución Mexicana, institucionalizada en otro partido político, parecía más fuerte que nunca. Desde 1952 gobernaba el país el señor Adolfo Ruiz Cortines y con él subieron los bonos de los veteranos maderistas y carrancistas. Fue entonces cuando se registró el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, cuya principal y honrosa membresía estaría integrada por veteranos. No paró ahí el intento de fortalecer a los hombres del 10 y del 13, como dijo un cronista: igual se promovería desde la Presidencia de la República una asociación de veteranos, esposas e hijos de veteranos de la Revolución Mexicana; y no faltó un burlón, Roberto Blanco Moheno, que propusiera la burlona inclusión de nietos, bisnietos y choznos.

La conmemoración de la firma del Plan de Guadalupe, por el cual Venustiano Carranza desconoció a Victoriano Huerta como Jefe del Poder Ejecutivo de la República, había adquirido una brillantez sobresaliente: La capital de Coahuila y especialmente la ex Hacienda de Guadalupe eran la sede anual de una convención de ex revolucionarios cargados de ponencias, esperanzas, peticiones y demandas. Los ayudantes presidenciales no se daban abasto para atender los apremios de los venerables militares cuyo aspecto era la justa imagen del abandono en que los tenían los gobiernos revolucionarios.

Y como cada aniversario del 26 de marzo de 1913 asistían a la ceremonia conmemorativa los presidentes de la República y los secretarios de la Defensa Nacional en ejercicio, llegaba aquella nutrida pléyade de sobrevivientes, cada año más diezmada. Venían al Plan de Guadalupe quienes aún podían desplazarse por si mismos; y muchos incapacitados en sillas de ruedas o con muletas.

El éxito anual de la asamblea de veteranos disminuyó en el curso de la segunda mitad del siglo XX. Cada seis años aparecía el fantasma de la modernidad política en los sucesivos gobiernos, a lomo y voz de los cada vez más jóvenes presidentes de la República y secretarios del Gabinete presidencial. Por consecuencia ninguno entendía la médula y la retórica del discurso revolucionario. Ya en tiempos del señor De la Madrid, cuando las nubes del neoliberalismo empezaron a pintar de gris el cielo de la Patria, sólo representantes del presidente venían a encabezar el evento; personalidades cada año más mediocres en la descendente escala burocrática: de secretarios de Estado de segunda y tercera importancia bajaron a jefes de departamento y de organismos paraestatales, subsecretarios y directores generales; todos ellos gradual y sucesivamente más ignorantes y menos interesados en la Revolución Mexicana y sus protagonistas.

También ha cambiado el público. Ya no asisten aquellos entusiastas, enérgicos y ardorosos fanáticos de la Revolución Mexicana que veíamos durante los primeros eventos conmemorativos, desde el inaugural que promovió y organizó el Gobierno Estatal del general Benecio López Padilla, ex firmante del susodicho Plan: son otras y nuevas generaciones de concurrentes, más críticas y menos extra lógicas en su conducta que las anteriores.

Desde los prolegómenos del año 2000 la Revolución Mexicana había perdido el sentido justiciero que los mexicanos le dábamos en lo social, en lo económico y en lo político. Desde entonces han sonado distantes y distintos los discursos de los gobernantes coahuilenses en ejercicio comparados con los mensajes que mal engranan los representantes presidenciales. No articulan con el motivo de la celebración; y es que los ejecutivos coahuilenses provienen del Partido Revolucionario Institucional; mientras que enviados del presidente proceden del antípoda Partido Acción Nacional.

Todo cambia y seguirá cambiando en el proceso natural y el juego político de la vida, de los gobiernos y de los gobernantes. Lo que permanece estático, por desgracia, es el cúmulo de las necesidades populares, de los problemas sociales y de la ausencia de satisfactores a las demandas de seguridad, empleo, educación y salud pública: cuatro vertientes de la riada de injusticias que invade año tras año, momento a momento, la vida colectiva de nuestra Nación. Es decir, que las causas de la Revolución no están muertas...

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