Entre los cambios que la incesante modernidad ha traído al pueblo de México destaca el aprovechamiento hedonista de las efemérides religiosas, de viejo dedicadas a la oración y al sacrificio, por una parte y por la otra a la celebración de los fastos católicos. El año nuevo, vale decir el último día del año viejo y el primer día del año nuevo, constituía antaño una oportunidad de reflexión, gratitud, gozo y alegría al asistir en familia a los templos cristianos para dar gracias por los beneficios recibidos de Dios en el último año y para poner en sus manos el destino de cada uno de sus miembros en el periodo por inaugurar.
Era una fiesta para desear lo mejor del mundo a parientes, amigos, conocidos y desconocidos. La frase “feliz año nuevo” se prodigaba adiestra y siniestra en el atrio de los templos, en las calles, en los sitios de reunión, etcétera; pero finalmente cada grupo familiar se encontraría para celebrar en la casa morada de los antecesores más antiguos y respetados de la dinastía, poca a o mucha que fuera.
Era un cónclave íntimo, sencillo, casero. Los adultos bebían tequila o aguardiente, las señoras tasas de ponche con un piquetito de “algo fuerte” y los niños encendíamos cohetes de luces en los patios de las casas o en las calles y plazas cercanas, bajo la vigilancia de un adulto.
El día primero del nuevo año había que levantarse, bañarse y vestirse con la mayor formalidad para asistir, otra vez, a la celebración de la misa y de nuevo al encuentro gastronómico con el clásico recalentado de la noche anterior. Pasaban rápido los meses de enero, febrero y marzo. Luego, movediza entre este último mes y el de abril, llegaba la Semana Santa.
Nuevamente vacaciones escolares y de nuevo la diaria asistencia a los templos del domingo de ramos al domingo de resurrección. La visita a los siete templos. Los ritos y prédicas, el rosario, el ceremonial fúnebre del Viernes Santo y las oraciones propias de la Cuaresma. El salmo penitencial del miserere. El retórico sermón de las siete palabras, el rezo repetido del Vía Crucis, la imponente fachada de los altares cubiertos con lienzos morados, los detalles decorativos de un negro luto y un permanente aroma de incienso y cera encendida.
Alrededor de las iglesias las vendimias: caña, quiote, pencas de zotol quemado, enchiladas, platillos a base de vegetales y pescado Y la llegada del Sábado de Gloria, que ahora ha desaparecido prácticamente como ritual eclesiástico, con el gozo popular por la quema de los Judas: monigotes de papel simbolizando a los políticos ladrones, a los comerciantes encarecedores, a los alcaldes voraces, a los periodistas malandrines, etc.
La conmemoración de los muertos corresponde a los primeros dos días del mes de noviembre: la fecha víspera de Todos los Santos y el día central de los Fieles Difuntos en que se visitan los panteones, en las tumbas se colocaban ofrendas y se debería asistir a las misas de difuntos y a los rosarios vespertinos para rogar por las almas de nuestros muertitos.
Sucede, sin embargo, que las citadas fechas anuales de motivación religiosa están ahora convertidas en días de holganza y diversión, además de pretexto para otras libérrimas celebraciones paganas. Mal concluye el viernes de la semana previa a la que adjetivamos como Santa y ya las familias están en camino al goce y disfrute de la Pasión de Cristo en las playas y centros vacacionales de moda. Apenas finaliza el mes de octubre y ya tenemos encima el puente de Día de Muertos, que si no lo consigna el calendario gregoriano si lo toma en cuenta el catálogo de jolgorios y fiacas.
Y finalmente empieza el último mes del año, diciembre y ya estamos metidos todos los mexicanos en las adventicias y tradicionales conmemoraciones del nacimiento de Jesús de Nazareth, que desde el siglo XX devienen alcohólicas posadas navideñas, deschongadas y una destacable proliferación de accidentes viales por conducir en estado inconveniente. Todo esto, apenas de ayer a hoy. ¿Qué será en el futuro?..