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Hora cero| Pitos y flautas...

Roberto Orozco Melo

En 1989 el presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari, decidió inmolar varios candidatos del PRI a los gobiernos estatales para corresponder al apoyo recibido del PAN y de su candidato presidencial, el hoy extinto Manuel J. Clouthier, en el dudoso e impugnado triunfo electoral del dos de julio de 1988. En una reunión de amigos un viejo político coahuilense predijo: ?Ya verán cómo esta serie de ?concertacesiones? acabará por destruir al PRI y al PAN?.

Quizá el improvisado arúspice recordaría en aquel momento una de las célebres frases de don Jesús Reyes Heroles: ?Lo que opone sostiene? pero el vaticinio parecía exagerado: el Partido Revolucionario Institucional iba para setenta años de triunfal existencia, mientras que el PAN cumplía sesenta de consecutivas derrotas electorales; disparejo ?score? de la ímproba lucha que uno de los fundadores del partido opositor sintetizaría después con una frase afortunada: ?brega de eternidades?.

Esa labor de contentillo, iniciada por Salinas de Gortari, debilitó al PRI ante la opinión pública y su propia militancia, la cual sólo conocía el triunfo pues apenas habría sufrido una derrota ante el PAN contra más de mil victorias en los comicios federales, estatales y municipales del país; pero después de los negros días de 1988 y 89 el PRI fue obligado a aceptar el triunfo en Baja California Norte, la renuncia de su candidato tras la victoria en Guanajuato y la forzada salida del gobernador electo en San Luis Potosí: tres cadalsos para sacrificar a una dama cuyo nombre no recuerdo y a dos caballeros cuyos apelativos quisiera olvidar: un ex regente del DF y un ex secretario particular de la Presidencia en los tiempos de Miguel de la Madrid.

Estos fueron los primeros resbalones del PRI en el tobogán de la soñada democracia. Después, la dirigencia tricolor hubo de asumir el ?hágase? presidencial, no sólo con los candidatos ganadores, también con los postulados sacrificables ante el PAN. Salinas intentaba construir una ficción democrática en nuestro país para satisfacer uno de tantos requisitos exigidos por el Gobierno de Estados Unidos y el bloque de países desarrollados para poder autorizar el Tratado del Libre Comercio de América del Norte: primero democracia con alternancia de partidos en la Presidencia de la República; luego los negocios globales.

Pero el complot contra el PRI venía de lejos: a partir del sexenio de Miguel de la Madrid el tricolor sufrió una sensible mengua en la mesada y en el apoyo presidencial. De muchas formas no evidentes, ni concretas, pero perceptibles por la delgada piel de los políticos, se marcaba un alejamiento entre el primer mandatario y el partido que lo había llevado al poder. Parecía que el abogado De la Madrid no se encontraba a gusto o le ruborizaba la convivencia con el PRI. Eso se veía como algo natural, pues De la Madrid no había sido priista; fue inventado como tal por José López Portillo, su antecesor, quien sorpresivamente lo incorporó a su Gabinete en la Secretaría de Programación y Presupuesto y luego forjó su candidatura presidencial y la siguiente de Carlos Salinas de Gortari.

El PRI empezó a sentir que MMH escogía candidatos debiluchos a diputados y senadores para desanimar a la militancia; igual se escuchaban las voces de políticos, periodistas e intelectuales clamando por la reforma electoral y la del Estado con la finalidad de cerrar el capítulo priista en la historia de las elecciones mexicanas.

Este último cometido fue el más difícil de patrocinar desde Los Pinos. Faltaba fibra para enfrentarlo. En el sexenio de De la Madrid hubo un desfile de tecnócratas en la Presidencia del PRI. Ninguno atinó a ?coger el chirrión por el palito? para promover el cambio ideológico hacia un nuevo liberalismo que años después Salinas instalaría, calificándolo con el adjetivo ?social?. Igual la disolución del sistema corporativo en el partido, que implicaría una gran pérdida de poder económico y de liderazgo político para Fidel Velázquez y sus fornidos dirigentes de la clase obrera. Y finalmente la mesurada cesión del dominio electoral en la República a favor de partidos diferentes para que el cambio se iniciara poco a poco, pero sin retrocesos.

Hoy vemos y lamentamos las crisis internas del PRI, del PAN y del PRD cuyas dirigencias desaprovechan con flagrancia de ambiciones el momento que vive el país. Es un juego de amores y desamores políticos. Unidos transitoriamente en lo que conviene a sus intereses, los partidos políticos se tornan acérrimos contrarios en lo que no conviene. Quizá aquel que profetizaba la muerte del PRI y del PAN sabía también de antemano lo que iba a suceder con estos partidos. El tiempo dirá... pero el presupuesto se gastará en pitos y flautas...

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