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Hora Cero| Si Juárez no hubiera muerto...

Roberto Orozco Melo

Una de las experiencias más emotivas de mi vida fue haber entrado a conocer, hace ya muchos años, la sala de plenos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El recinto lucía vacío y sobrecogía la solitaria austeridad. Allí se discutían difíciles conflictos judiciales y se tomaban decisiones finales en los complejos juicios que eran sometidos a la sabiduría jurídica de los Ministros. Vimos a algunos en los corredores del señorial edificio materialmente unido a Palacio Nacional, la sede del Poder Ejecutivo, nos llamó la atención la seriedad de su continente, el modo grave de su expresión y la pausa solemne de su caminata. Uno tenía consigo dos gruesos volúmenes de jurisprudencia y un cartapacio con papeles que rebasaban su tamaño. Dije “buenos días” al cruzarme con ellos y ambos respondieron con un simple movimiento de cabeza. Pregunté a un ujier si sería permitido asistir a una sesión del pleno y me dijo que ese día sólo estaba agendado un cambio informal de impresiones sobre varios asuntos a resolver; por lo tanto la reunión de Ministros sería a puerta cerrada. Ni modo, dije. Ni modo, sonrió el ujier.

En otra ocasión, años después, me sería dable presenciar una sesión de pleno. Había una reducida cantidad de asistentes entre los que estaban, imaginaba, algunos promoventes de los asuntos a debatir, y otras personas comunes y corrientes cuyos intereses iban a entrar en juego aquel día. Me pareció encontrar una identificación entre dicha Sala y una capilla religiosa. Había silencio, se escuchaban voces bajas, prevalecía el respeto. Los ministros se aproximaron a sus respectivos escaños y con singular sencillez, no exenta de formalidad, acomodaron sus libros y expedientes sobre la mesa, apoltronándose en sus butacas. Había algo mayestático en su comportamiento, a pesar de la naturalidad que evidenciaban. No sólo eran los pocos integrantes de uno de los tres poderes constitucionales de la República, no sólo exteriorizaban la responsabilidad insita en sus funciones; aparte la contagiaban. “Aquí se tratan asuntos muy importantes” oí que alguien dijo.

Mientras discurría aquella sesión de pleno en la Suprema Corte de Justicia evoqué a uno de sus presidentes, don Benito Juárez García (1806-1872), al memoriar aquel episodio, mientras escribo, pienso que su nacimiento tuvo lugar hace 201 años en San Pablo Guelatao, Oaxaca. Recuerdo haber leído que a los trece años de edad era un pastor y todavía no hablaba el idioma castellano, que poco tiempo después empezaría leer y a escribir, que luego estudió la preparatoria en el Seminario de la Santa Cruz hasta concluir su bachillerato en 1827 y después de siete años en el Instituto de Ciencias y Artes logró recibirse de abogado, dedicando sus primeros esfuerzos a litigar en asuntos de las comunidades indígenas. Luego sería maestro, secretario del cabildo oaxaqueño, regidor del Ayuntamiento y diputado local, además secretario de Gobierno, fiscal del Tribunal Superior de Justicia y diputado federal en la capital del país. Al regresar a Oaxaca ocupa por breve tiempo la gubernatura sustituta. En seguida se postula candidato a gobernador para el siguiente periodo; gana y hace una buena administración, realiza importantes obras públicas, reorganiza la guardia nacional y deja un sólido superávit en las arcas públicas, de modo que lo designan director del Instituto de Ciencias y Artes, donde no hacía mucho, había sido pertinente y pertinaz alumno.

Don Benito Juárez: ¿qué vida tan sacrificada, fecunda, austera y patriótica! Lo evoco y calibro su abnegada existencia, su preocupación y esfuerzos por los asuntos esenciales de la Patria. Lo comparo con los políticos nacionales en boga, quienes dicen ser liberales cuando en realidad son conservadores. Reviso la obra de Juárez y me admira su capacidad y entrega en la búsqueda del bienestar de la Nación, su terca defensa de la independencia nacional y su obstinada terquedad por mantener enhiesta la soberanía de la República. La vida de Benito Juárez estuvo dedicada a México y a los mexicanos. Las etapas de niñez y juventud de su propia vida, y las de su familia, siempre estuvieron condicionadas al prioritario interés de la Patria. Hasta la exhalación de su último suspiro Juárez tuvo el nombre de México entre sus labios. Ni antes ni después hemos tenido un héroe mejor en humildad y en grandeza, en capacidad de sacrificio, en altruismo, en modestia personal y en abnegación. Ya no nacen estadistas de esa medida.

Sin abandonar la noble existencia de Benito Juárez vuelvo a la Suprema Corte de Justicia y observo a sus actuales ministros. Los cubre un hálito de ostentación, son los dueños de la verdad jurídica, levitan más que caminar en los corredores de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Luego pienso en Juárez, uno de los pocos dignísimos presidentes del supremo organismo jurisdiccional mexicano, quien vivió y murió en la pobreza, atenido a un ingreso salarial más que modesto, cicatero; y sin embargo asumía la poca paga como un honor. Y vivía con alegría la “honrosa medianía que él mismo recomendaba a sus fieles colaboradores.

Uno no acaba nunca de leer y de sorprenderse. Antier abrí “El Universal” y leí: “Ministro Azuela suma a salario bono millonario por decanato”...

“Cobrará más de cinco millones de pesos anuales”. Luego reflexiono y hago cuentas; eso va a dar quincenas de 250 mil pesos a razón de 16 mil 438 pesos con 35 centavos diarios. Entonces sufro un piquete en la conciencia:

¿No es obsceno que un trabajador del campo se rompa el lomo por 45 pesos diarios, 350 pesos a la semana, mil 400 cada mes y 16 mil 800 pesos anuales casi lo que gana por día el Ministro Azuela? Y luego nos preguntamos por qué se juegan la vida nuestros migrantes en el desierto de Arizona...Chin...si Juárez no hubiera muerto...

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