A pesar del apremio con que debieron actuar para sustituir a un tercio de los consejeros del Instituto Federal Electoral, los diputados comenzaron con el pie derecho el proceso de selección correspondiente. Pero tras el buen paso inicial de una convocatoria abierta en que los participantes podrían mostrar al público sus credenciales, los legisladores cometieron dislate tras dislate, que amenazan la transparencia exigible a un procedimiento acordado precisamente, entre otros motivos, para borrar los efectos de la opacidad con que se manifestó la Cámara hace cuatro años.
Se previó que hoy jueves 13 la Junta de Coordinación Política proponga al pleno la breve lista de los nuevos integrantes del Consejo, incluido expresamente quién lo presida, que sustituirán a Luis Carlos Ugalde y a dos consejeros más, que a esta hora deben haber sido notificados ya de su reemplazo. Hasta ayer no eran conocidos los criterios por los cuales se haría la sustitución, como tampoco se conocieron los que sirvieron para el primer cernido de la vasta lista inicial de candidatos, que se acercó al medio millar. No estipular bases para calificar y descalificar conduce inevitablemente al arreglo político que si no es fruto del diálogo y la negociación puede generar discordia que esterilice todo el esfuerzo de renovación de la norma electoral y de quien la aplique.
Fue un error, a mi juicio, establecer la sustitución escalonada de los miembros del consejo, no sólo por que se le orilla a la división que puede convertirse en un lastre, sino porque los consejeros que permanezcan padecerán precariedad, pues tres de ellos serán escogidos para que se retiren el año próximo. A ese error inicial se agrega la indefinición de las bases para seleccionar a los reemplazables. Dejar al azar, mediante la insaculación, resolver ese arduo problema hubiera sido lo más saludable y habría evitado a los legisladores explicitar y aun inventar causas que si se tratara de un asunto meramente jurídico permitiría a los afectados ir a los tribunales pues no es admisible que una decisión de ese alcance carezca de fundación y de motivación.
De los aspirantes registrados la comisión de Gobernación eligió a poco más cien para ser examinados. En la lista resultante no estaban todos los que son ni eran todos los que estaban. Ya se ha deplorado que ex consejeros y otros valiosos precandidatos quedaran excluidos sin explicación ni motivo formal ninguno.
Del centenar de examinados el elenco se acortó a 39, de nuevo sin que fuera comprensible por qué se marginó a personas de relieve como Fernando Serrano Migallón que reunía como otros pocos, y a diferencia de muchos de los enlistados los requisitos para continuar en la lista. A diferencia de algunos de los que quedaron como elegibles, que no han escrito una línea sobre temas electorales y no han actuado en cargos de ningún nivel en ese campo, el director de la Facultad de Derecho de la UNAM reúne preparación y experiencia, pues fue miembro del consejo local del IFE en el Distrito Federal.
Además de disputar a destiempo sobre la elegibilidad de los aspirantes (lo que condujo a que se retirara María Marbán, en una mezcla de dignidad y finura política porque se le hizo saber torpe y tempranamente que no concitaría la voluntad de todos los grupos parlamentarios) la Comisión de Gobernación cometió el error de calificar a los candidatos, lo que se prestó a una maniobra perversa: sobrevaluar a quienes menores posibilidades tenían de concitar acuerdos en perjuicio de quienes se hallaban en posición contraria.
Eso no obstante, permanece a disposición de los diputados una porción de muy buenos candidatos entre los cuales realizar hoy la elección. Distingo tres grupos: el primero se compone de quienes fueron consejeros en el organismo al que buscan volver, pues su experiencia específica los califica especialmente, o se desempeñaron en cargos semejantes. Incluyo allí a Mauricio Merino, Jaime Cárdenas, Virgilio Rivera, Javier Santiago, Juan Dibildox. En el segundo grupo, de ciudadanos respetables en extremo, dueños de una trayectoria sin tacha en terrenos diversos del electoral, figuran el ex presidente de la Corte, Genaro David Góngora Pimentel o el embajador Jorge Eduardo Navarrete. Y un tercer grupo, representante de nuevas generaciones, ex consejeros o expertos en el tema, como Alfredo Figueroa, Lorenzo Córdova, Irma Eréndira Sandoval.
De todos ellos, quien más claramente ha expresado su concepción sobre la vida política y electoral de México, al margen de la coyuntura de un certamen, es Mauricio Merino. Su libro La Transición Votada, aparecido justo en el momento en que terminaba su desempeño como conspicuo consejero electoral (1996-2003) incluye una revisión del IFE, cuyo “funcionamiento ha ido revelando muchas de las debilidades del diseño que sirvió para organizar la base técnica de la mudanza política” y una discusión sobre “las zonas de incertidumbre que todavía siguen desafiando el buen funcionamiento de las instituciones electorales” y “una revisión crítica de los temas fundamentales… para evitar que el asiento de los cambios electorales se deteriore a fuerza de descuidar sus defectos”.
Merino vio, tres años antes del desaguisado de 2006, “que la consolidación de la democracia no podría omitir el funcionamiento de los órganos encargados de darle certeza a las elecciones”. Armado con los instrumentos que se evidencian en ese análisis, encabezaría con plena solvencia el IFE.