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Impunidad irremediable| Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

A muchos lectores deberá parecer una reiteración tediosa, acaso molesta, la denuncia que de tanto en tanto es necesario hacer sobre la impunidad, que es causa y efecto de la inseguridad pública que sigue reinando en todo el país. Pero es imposible guardar silencio en torno a la falta de castigo a crímenes que ofenden a las víctimas directas y agravian a la sociedad.

La semana pasada (aunque vale decir que ese fenómeno es permanente) padecimos nuevos ejemplos de asaltos arrogantes y peligrosos que muestran la superioridad organizativa de la delincuencia frente a las autoridades pues, si éstas actúan, lo hacen sin efecto notorio, sin resultados.

El martes pasado cayó un helicóptero que chocó en Valle de la Trinidad, no lejos de Ensenada, con cables de alta tensión. El aparato servía para seguir, con una cámara, una carrera automovilística a campo-traviesa, en que presuntamente participaba un joven miembro de la familia Arellano Félix. En el helicóptero, además del piloto y el camarógrafo, viajaba un pasajero que había contratado el servicio y fue el único de los tres en morir. Su cadáver fue llevado al Servicio Médico Forense de Ensenada y durante el miércoles presuntos familiares suyos, que no probaron serlo, solicitaron el cadáver que por no acreditar el parentesco no recibieron. Horas después un comando armado, a bordo de once vehículos y compuesto por unos cuarenta individuos, se presentó a solicitar lo mismo de otro modo. Con violencia entraron en la morgue, situada al fondo de un edificio donde se efectuaban velorios y se llevaron el cuerpo de quien había sido registrado con cualquier nombre, pero al parecer era un sicario de los hermanos Arellano Félix, apodado “El Abulón”.

Para proteger su fuga, los rescatadores del cuerpo llevaron consigo a dos empleados del servicio funerario a quienes dejaron libres. Pero poco después, cuando agentes de la policía municipal intentaron salir al paso del convoy, fueron atacados a tiros y dos de ellos murieron.

Es presumible que, en paradoja comprensible sólo a la luz de una ética torcida, los delincuentes hayan robado el cuerpo de su compañero para darle cristiana sepultura sin empacho de provocar, de manera poco cristiana, la pérdida de otras vidas humanas. Dado el temor que infunden en Baja California las acciones del narcotráfico es difícil que esa incursión armada sea investigada a derechas y de la indagación surjan los castigos correspondientes.

Apenas unas horas después, el viernes siguiente, en Zamora, Michoacán, otro comando armado mostró la naturalidad con que grupos de encapuchados se desplaza por cualquier ciudad para cometer atrocidades. Este asaltó una sede electoral, cuyos consejeros realizaban funciones relativas a los comicios del domingo anterior, en que habían sido elegidos gobernador, diputados y alcaldes.

La jornada del miércoles anterior había mostrado resultados inequívocos en que, por ejemplo, en la elección municipal el candidato panista había superado a su más cercano antagonista, el del PRI, con más de cuatro mil votos. No parecía haber allí motivos para un conflicto post electoral, por lo que el asalto resulta inexplicable. Los delincuentes lanzaron cuatro bombas molotov contra la bodega donde se guardaban los paquetes electorales, que se incendiaron por completo. Pero como el cómputo se había realizado, constaba en actas y coincide con el programa de resultados preliminares, del atentado no se desprende consecuencia electoral ninguna. Los atacantes no expresaron en el momento de realizar su acción ni posteriormente la causa de su agresión.

No se trató de un atraco mercenario, pues no tomaron pertenencias de los presentes, ni sus protagonistas le dieron tintes políticos. Pudo tratarse de un mero acto de presencia de grupos delincuenciales o guerrilleros, para mostrar la facilidad con que una gavilla armada puede llegar a un céntrico lugar de una de las principales ciudades michoacanas. Lo haya hecho con ese propósito o no, es imposible dejar de recordar que en un par de semanas se cumplirá un año del comienzo de la Operación Michoacán, primera del despliegue militar en combinación con fuerzas policíacas federales, que habría sido poco eficaz y aun estéril como lo enseña este episodio. Sobra decir que, por lo menos en las horas inmediatas, hasta ayer, se carecía de noticias sobre los perpetradores del asalto.

En no pocas ciudades del sur y del norte, del este y del oeste de México ha sido posible que convoyes integrados por numerosos matarifes, algunas veces disfrazados de agentes federales de investigación, recorran calles transitadas, pongan pavor en el ánimo de la población y cometan asesinatos por los que nadie los ha castigado. Si buscan hacer que la población los confunda con tropas policíacas es porque las agencias gubernamentales encargadas de la seguridad a menudo se comportan como sus imitadores y la gente común no sabe a qué atenerse frente a esos grupos.

El Gobierno ha mostrado satisfacción por el éxito de sus iniciativas en materia de seguridad pública. La secretaría federal correspondiente se ufana de su nueva organización y de su modernidad, que dice poner el acento en operaciones de inteligencia, pero no muestra resultados en ese terreno y sí, en cambio, aparece como incapaz de contener la actividad delincuencial. La autocomplacencia gubernamental, por añadidura, no se detiene a considerar la frecuente participación de agentes federales en componenda con los infractores.

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