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In-dependencia

Las laguneras opinan...

Mussy Urow

Las fiestas patrias se absorben en la infancia. Durante la mía, aprendí que el Día de la Independencia de Costa Rica (donde crecí) era el 15 de septiembre de 1821. Luego supe que por ser el territorio más lejano de la Nueva España –de la cual formaba parte- la noticia de la independencia, acordada en Guatemala, llegó a principios del mes de octubre provocando grandes indecisiones, que se manifestaron en diversos cambios de opinión: que si se aceptaba o que si no se estaba de acuerdo con Guatemala; había quienes defendían la idea de anexión al que habría de ser el Imperio Mexicano de Iturbide; otros volvían la mirada hacia el sur, donde Bolívar encarnaba mejores ideales. Sabiamente, dicen los historiadores, aquellos pobladores de Costa Rica decidieron “esperar a que se aclaren los nublados del día”. Esa frase pasó a ocupar un sitio especial en la idiosincrasia costarricense. En el mes de noviembre de ese año, “la provincia de Costa Rica asumió su soberanía plena y la absoluta libertad para decidir su agregación a cualquier otro gobierno americano”. (Meléndez Chavarri, Carlos; Historia de Costa Rica, Editorial EUNED, 1989; pp. 94 – 95.)

De todo aquel vasto territorio, la pequeña Costa Rica se enteró de que ya era independiente de la Madre Patria pacíficamente, sin haber sufrido prolongadas guerras o padecido desgastantes rebeliones como ocurrió en México y en tantos otros países de América. Después de la “independencia”, siguieron viviendo relativamente “independientes”.

En cambio México –sede del Virreinato – fue prácticamente el más fuerte e importante gestor del movimiento independentista. Desde el año de la declaración hasta la consumación efectiva, hubieron de pasar años de guerras y violencia.

La historia de Costa Rica, comparada con la de México, es como un cuento de hadas. Hay países con esa suerte y con razón la llaman “la Suiza centroamericana”. La de México por el contrario, es prehispánica, riquísima, intensa, fascinante y llena de complejidades. Por eso da tristeza observar que en estos casi 200 años de “vida independiente” y dejando de lado todos los adjetivos patrioteros que truenan como cohetes y brillan tan falsos como las luces de bengala, la independencia se ha quedado corta; se dice que gozamos de “soberanía plena y autodeterminación”, pero la verdad es que eso no basta. Aún persisten condiciones que nos mantienen dependientes y atados, ya no a una potencia o gobierno extranjero, sino a una serie de factores que han impedido nuestro crecimiento como nación. México no se merece esta situación; sin embargo y en parte, somos los mismos mexicanos los que hemos dejado que persista una dependencia interna.

Hay tres elementos que históricamente han sido constante lastre y mientras no logremos erradicarlos, seguiremos sin crecer: corrupción, educación deficiente y burocratizada y una enorme desigualdad social.

Ya se ha comprobado que la corrupción no es privilegio de políticos o de un partido determinado; desafortunadamente es característica de buena parte de los mexicanos que acceden a un puesto de mando, tanto a nivel público como privado. La corrupción abarca todo y se impone a tal grado que con frecuencia nos convertimos en sus cómplices aún en contra de la propia voluntad.

Encadenado a este elemento está el sistema educativo. Ya hemos visto los mediocres promedios nacionales arrojados por la prueba ENLACE. Otra prueba de lo mismo, pero a nivel superior se acaba de delatar públicamente: la venta de exámenes para residencias en la carrera de medicina.

Y la tercera y más endémica razón de nuestra pobre situación: la desigualdad social. México siempre ha estado en el puño de unos cuantos; primero fue la plata: “A principios del siglo XIX, el sistema económico de la Nueva España se basaba en la explotación minera, que alcanzaba entre los 23 y 28 millones de pesos; (…) los dueños de las minas eran en su mayoría inmigrantes europeos (peninsulares) y algunas familias criollas”. (Historia General de México, Tomo I, Colmex, La revolución de Independencia; Villoro, Luis; pp.593-595.) Luego fue la propiedad de la tierra, una de las razones por las que peleó la Revolución de 1910 y ahora es el cemento, la telefonía y los medios corporativos de comunicación, por citar lo más conocido. El caso es que el país sigue cautivo de monopolios o lo que es lo mismo, “dependencia interna”.

Es absurdo que un grupo de empresarios defienda sus cotos de poder aduciendo “libertad de expresión” y que no haya nadie que levante la voz para delatar la basura que transmiten y que colabora a mantener en tan bajo nivel la educación.

Para combatir y erradicar estas tres terribles y perniciosas “maldiciones gitanas” que padece México, se requiere voluntad, un titánico esfuerzo colectivo y la inspiración de un liderazgo honesto y pragmático, que finalmente le dé dirección a México, cosas que por el momento se ven difíciles. Pero al menos y en lo individual, podría empezarse con lo mínimo: no comprar productos “pirata”, no colgarse de la luz con “diablitos”, pagar cada quien el agua que consume, no dar “mordidas” (ni pedirlas), no tirar basura en la calle, adoptar la cultura de la denuncia, etc., etc.

La gran paradoja es que el mexicano que vive fuera de México, sí es capaz de hacer todo eso y más o sea que no está incapacitado genéticamente para vivir con reglas y respetarlas.

Y volviendo al 15 de septiembre, pero de 1907, cuando Torreón se convirtió en ciudad, fecha del nacimiento de la “patria chica”, hoy cien años después, mis deseos a este lugar en medio de casi nada, luminoso, abierto, cálido, terroso y entrañablemente querido, porque aquí nacieron mis hijos, le digo:

¡Feliz cumpleaños Torreón y que cumplas muchos cientos más!

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