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Instrucciones para aniquilar la autonomía

Jesús Silva-Herzog Márquez

Los órganos autónomos son órganos vitales de una democracia saludable. Son, en buena medida, la última pieza de la arquitectura constitucional moderna. Instancias que imprimen serenidad a un régimen naturalmente inquieto, propenso como cualquier otro al abuso. Su funcionamiento demanda un trazo inteligente, un método peculiar para reclutar a sus miembros, una definición precisa de facultades, un marco claro de competencias, un tiempo dilatado de responsabilidad, una muralla sólida frente a las interferencias amenazantes. En síntesis, para fincar la autonomía de un órgano constitucional se requiere un marco institucional acorde a sus propósitos. Para sostenerla es necesario el respeto de los poderes públicos y el decoro de quienes la representan.

El IFE fue una joya institucional, un órgano diseñado para ofrecer confianza a los ciudadanos, un refugio escudado de la presión de los agentes políticos. Fruto de nuestra singularidad histórica, obedeció a necesidades propiamente mexicanas: extirpar la organización de las elecciones y el cómputo de los votos del Gobierno, entregando esas funciones a un instituto imparcial. Las reformas electorales recientes, sumadas a las decisiones ulteriores menoscaban de grave manera la autonomía de ese órgano. La lastimadura viene de varios frentes. El primero fue la remoción de los consejeros electorales. Dejemos atrás las simpatías y antipatías para pensar en los efectos institucionales de la determinación de remover funcionarios que constitucionalmente eran considerados irremovibles— a menos de que se demostrara la grave violación de normas y procediera un juicio político. Un órgano no puede ser realmente autónomo si se asalta ese resguardo legal. Cuando el muro de la irremovibilidad se quebranta, el instituto se vuelve, en la práctica, subordinado de quien tiene el poder de remoción. Esa es la primera afrenta a la autonomía institucional. El hecho queda, no solamente como agravio fugaz, sino como precedente ominoso: una clara advertencia a los futuros titulares del órgano.

La amenaza se inserta en el texto de la nueva normativa. Un contralor interno nombrado por la Cámara de Diputados tendrá entre sus facultades tramitar la remoción de los consejeros del Instituto Federal Electoral. Es razonable que la instancia representativa tenga el poder de remover al titular de un órgano autónomo cuando ha violado la ley. Por ello debe permanecer la facultad de emprender un juicio político contra los consejeros del IFE. Pero ahora se establece que la notoria ineptitud o el descuido pueden ser causales de remoción. El cambio es un ataque frontal a la autonomía del instituto. Si la violación de la ley tiene asideros normativos precisos que dan certeza a los titulares del órgano, la ambigüedad de las faltas agregadas en el nuevo artículo 380 del Código coloca a los consejeros electorales en condición de extrema vulnerabilidad. Será el Congreso el encargado de juzgar por sí mismo en qué casos existe tal incapacidad o negligencia. Imaginemos que una reforma de ese tipo se aplicara a los ministros de la Suprema Corte de Justicia. Convertir al Poder Legislativo en evaluador de la competencia y el esmero de los ministros sería convertir al máximo Tribunal en subordinado de la Legislatura. Eso es lo que han hecho los legisladores con el árbitro electoral.

No sólo las amenazas vulneran la autonomía del órgano. También los premios pueden estar envenenados. Me refiero a un cambio que parecería menor, pero que vulnera el esquema de estímulos institucionales, minando el impulso de autonomía y fomentando una servidumbre. Ahora el Presidente del Consejo General del IFE podrá reelegirse una vez. Antes tenía un solo periodo que no podría ser renovado. Ello conformaba un aliento institucional a enfrentarse a los intereses políticos sin padecer sus chantajes o intimidaciones. Ahora será otra cosa. Si la reelección de los órganos políticos puede resultar una sensata manera de oxigenar su representatividad, el dar a un agente político la atribución de premiar o castigar a un funcionario autónomo es desnaturalizar la función, convirtiéndola en tarea supeditada.

La autonomía también se cuida con actos y decisiones. Me refiero al comportamiento de los órganos políticos y de los propios representantes de la institución autónoma. La manera que los diputados condujeron las sesiones para llenar los asientos vacíos del consejo y la incapacidad para lograr el consenso son nuevas agresiones al órgano electoral. El espectáculo de las comparecencias fue bochornoso. Lejos de ser una valiosa manera de apreciar capacidad y juicio; comparar trayectorias y apreciar modos de razonamiento, las sesiones fueron fiestas de caníbales: cada tribu royendo reputaciones y maldiciendo padrinazgos reales o supuestos. Muy poco de una evaluación serena de méritos y trayectorias. Tampoco han hecho mucho los consejeros electorales para defender la dignidad de su autonomía. Ante la perversidad del método de renovación del Instituto —que coloca la suerte de cada uno de los consejeros a expensas de las negociaciones partidistas— los consejeros bien hubieran podido renunciar, colocándose por arriba del mercadeo de posiciones que hoy contemplamos penosamente. Nada de eso hemos visto. Más bien lo contrario: funcionarios que se aferran a sus puestos, que confunden el interés institucional con el personal y que consienten el maltrato si es que conservan el puesto.

Hemos redactado un buen instructivo para aniquilar la autonomía de las órganos constitucionales: cambiar el magnetismo de las instituciones para truncar el brío de independencia, usar el poder mayoritario para humillar a los titulares de la función arbitral; aceptar la ignominia con tal de mantener el cargo.

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