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¿Invasión de privacidad?

Adela Celorio

Dada curiosidad y el morbo que nos provoca espiar en las vidas ajenas, parecería que vivir sólo nuestra vida resulta insuficiente. Historias inventadas, recreadas o manipuladas, verdades a medias, secretos que todos conocen menos el interesado, chismes, mentiras, falsos testimonios, han sido siempre materia prima de la literatura y el cine que tanto disfrutamos.

Hoy como nunca antes, cundido el efecto Big-Brother, todos somos en algún momento espectáculo y espectador. Unos pecan por la paga: ventaneados por la televisión y las revistas especializadas, príncipes y reinas, millonarios y sus compañeros y compañeras de turno, actricitas o ídolos del deporte en pleno disfrute de sus cinco minutos de gloria, junto a su peluquero y hasta su perro; se han convertido en una mina donde los paparatzis (todo paraíso tiene su serpiente, basta recordar el caso de Diana de Gales) encuentran pepitas de oro hurgando en privacidades ajenas, como cuando consiguen fotografiarlos ardiendo en el fuego de un tórrido romance, en la cama incorrecta, golpeados por estrepitosos divorcios y si hay suerte hasta tras las rejas.

Hace apenas unos meses, la fotografía de Doña Leticia mostrando en un golpe de viento sus calzoncitos, fue roca de oro para quien consiguió inmortalizar en su cámara instante tan fugaz. Otros pagan por pecar: materia prima de segunda pero que también vende, son los ?Wanabes? (I want to be) los Nadie que sueñan con llegar a ser Don Nadie y que atraídos por la fama efímera que otorgan cámaras y reflectores; se acercan a los famosos o entregan sus pepitas de oro a cambio de aparecer en la foto y rozarse con los ricos y famosos aunque sólo sea en las páginas de las revistas especializadas en sacar los trapitos ajenos al sol.

Los ?románticos? besos de Martita y Vicente, siempre en lugares tan estratégicos como Los Pinos, o el atrio de la Basílica de San Pedro en Roma, dieron la vuelta al mundo y la colocaron en la cresta del protagonismo, desde donde con el dulzor empalagoso de una cajeta de Celaya, abrió las puertas de su corazón y de ?su cabañita? en Los Pinos, a una periodista argentina, bien conocida por ponzoña; misma a la que más tarde demandaría por invasión de intimidad y daño moral. ?Primero ponen el coco y luego le tienen miedo?, se ponen de pechito, hacen declaraciones insulsas que los medios sazonan a placer y después se quejan de invasión a su privacidad.

Mientras los que ya alcanzaron fama y fortuna se ocultan tras enormes lentes oscuros de las cámaras que los persiguen, no falta quienes van en su busca, sumen la panza, sacan el pecho y posan satisfechotes para la foto; como el jefazo Diego quien para dar marco a la inauguración de la ?carretera del amor? que él mismo construyó -vaya usted a saber con el dinero de quién- recitó sin el menor pudor cursilísimos versos al presentar orgulloso a la prensa a su nuevo amorcito o como recientemente hizo su amigo el presidente de la Cámara de Diputados, antes alcalde de Torreón, quien aprovechó la celebración del final de la Legislatura del Senado bajo la luna de Cancún, para dar la noticia: ?Antes que nada -dicen que dijo- quiero presentarles a Astrid Casale, mi novia y próximamente, si ella lo quiere nos vamos a casar?. ¡Ay, qué bonito! ¿No? Otorgada la mano con todo lo demás -supongo yo- ambos posaron para la portada del HOLA -en su versión mexicana por supuesto-. Hombres más públicos que Fernández de Cevallos y Zermeño, imposible.

Así lo eligieron ellos cuando hicieron de la política su forma de vida. Está bien, requetebién, es legítimo que busquen los reflectores sin los cuales hoy ningún político sobrevive. Pero por favor, que se decidan de una vez porque no se vale andar posando a la menor provocación, para luego quejarse de invasión a su privacidad.

adelace2@prodigy.net.mx

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