“La gente puede dormir en paz por las noches sólo porque hay tipos rudos dispuestos a recurrir a la violencia para protegerla”. George Orwell
Al parecer nadie en el Gobierno está llevando un registro. O si alguien lo está haciendo, no está dando a conocer públicamente los datos. La información que tenemos, sin embargo, sugiere que en México se han registrado ya más de 600 ejecuciones en lo que va de este todavía joven 2007. Esto significa que el país está sufriendo siete ejecuciones al día. Son cifras que recuerdan a las que tienen países que se encuentran en guerra.
Y quizá esto es precisamente lo que está ocurriendo. Estamos en guerra. Es verdad que se trata de una contienda de baja intensidad, pero la cual se ha mantenido desde hace años y en los últimos tiempos ha venido adquiriendo fuerza.
Algunos funcionarios gubernamentales afirmaban todavía a principios de este año que el número de ejecuciones en Michoacán se había reducido en un 30 por ciento a raíz de los operativos conjuntos entre el Ejército, la PFP, la AFI y las fuerzas locales de seguridad que comenzaron en diciembre del año pasado. No deja de ser significativo, sin embargo, que en un momento en que el número de ejecuciones reportadas en los medios de comunicación ha llegado a 110 tan sólo en Michoacán, ya nadie en el Gobierno se aventura a afirmar que hay una reducción. El silencio parece confirmar que la mejoría que quizá se registró en un principio se ha desvanecido.
El asesinato del periodista Amado Ramírez en Acapulco está llamando más la atención del público en general sobre las ejecuciones que están teniendo lugar en el país. La verdad es que no conocemos las razones del homicidio del corresponsal de Televisa, y no sabemos por lo tanto qué vínculo podría tener esta muerte con otras que están teniendo lugar en el puerto o en el estado de Guerrero. Pero el asesinato de Ramírez, un periodista conocido y respetado, ayuda a eliminar esa autocomplaciente idea que algunos funcionarios promueven en el sentido de que los ciudadanos comunes y corrientes no tenemos por qué preocuparnos por la violencia ya que ésta se limita a quienes están en el narco.
De hecho, el siniestro propósito de mostrar a los cientos de policías que han sido victimados por sicarios como simples cómplices caídos en luchas fratricidas empieza también a desmoronarse. Este sábado pasado fue asesinado en Chilpancingo el comandante de la Policía Ministerial de Guerrero, Ernesto Moreno, mientras comía en un restaurante con su esposa e hijos. El homicidio fue una vez más una ejecución. Los cuatro sicarios iban directamente tras él y lo acribillaron en público con rifles R-15 de alto poder. El hecho de que el comandante pudiera estar tranquilamente comiendo con su familia en el momento en que ocurrieron los hechos sugiere que no consideraba que tuviera mucho de qué preocuparse.
La verdad es que no sabemos cuántas de las ejecuciones que hemos visto son producto de ajustes de cuentas entre narcotraficantes. No conocemos cuántos policías han caído por haber estado involucrados en el narcotráfico o por haber proporcionado protección a alguna banda. Tampoco podemos determinar cuántos han sido ejecutados porque han tratado de cumplir con su deber, enfrentando al crimen organizado. No sabemos cuántos son verdaderos héroes que han sido difamados por el propio Gobierno al difundir o no salir al paso de las sugerencias de que su muerte es de alguna manera prueba de su complicidad en ilícitos.
Son realmente pocos los presuntos responsables aprehendidos por las más de 600 ejecuciones de este año. El único caso sonado, el de los procesados por la muerte en Acapulco del diputado local panista Jorge Bajos Valverde, tiene visos que hacen pensar que se ha detenido a simples chivos expiatorios. Parece haber en nuestro país una perfecta impunidad en el caso de las ejecuciones. Y cuando hay una impunidad total, es muy difícil detener una matanza como la que estamos viendo.
Sólo hay dos maneras de detener esta oleada de ejecuciones. Una es dotar súbitamente a nuestras policías de una milagrosa eficiencia que haga que se esfume la impunidad. Si empezamos a ver la aprehensión de verdaderos responsables por los asesinatos, los sicarios por lo menos lo pensarían un poco más antes de llevar a cabo una ejecución.
La otra forma sería reconocer que hemos perdido la guerra contra las drogas: que no tiene sentido seguir gastando recursos y vidas humanas en un esfuerzo por detener lo que nadie puede parar. En este caso la solución sería la misma que adoptó el Gobierno de Franklin D. Roosevelt en los Estados Unidos en 1933. El 5 de diciembre de ese año, efectivamente, se revocó la prohibición al consumo de bebidas alcohólicas instaurada en 1919. Con esta legalización, Roosevelt detuvo casi por arte de magia la violencia de las bandas dedicadas al contrabando, producción y venta de alcohol que habían convertido a Chicago y a otros lugares del país en un territorio sin Ley.
EL FRACASO
El Plan Puebla-Panamá ha sido un fracaso. Si su propósito era construir infraestructura que permitiera una más estrecha relación económica entre el sur de México y los países de Centroamérica, habrá que reconocer una derrota sin matices. Nunca hubo el dinero para las inversiones planeadas ni se pudo generar actividad productiva por un simple decreto gubernamental. Una vez más la planificación económica demuestra sus limitaciones cuando no está acompañada de impulsos naturales del mercado.