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Juegos de niños

Adela Celorio

Toda vida es un prodigio desde el momento de su concepción. Misterio indescifrable aún para el prepotente hombre moderno tan dispuesto a destruirla en cualquiera de sus formas (animal y vegetal), pero incapaz de dar vida o siquiera resucitar un chapulín.

Todo nacimiento de un niño es para mí una clara manifestación de Dios, especialmente si el chiquillo se encuentra limpiecito, bien alimentado, dormido y lejos de mí.

Despiertos y cerca, los chiquillos me provocan erisipela. Me agota esa energía en estado puro que se manifiesta en maromas, en columpios y pelotas, en pleitos, lágrimas y mocos con que los niños necesitan conquistar su territorio y construir su identidad. Así es y así está bien, pero yo que apenas y puedo con mi propia infancia tan antigua, me he declarado en receso y procuro mantenerme lo más lejos posible de los consumidores compulsivos y cibernéticos hijitos de mis hijitos (chiquillos monosilábicos convencidos de que Moisés abrió el Mar Rojo con un rayo láser desde su Play Station y piensan que las zanahorias crecen en los refrigeradores del súper) aunque nunca falta la ocasión en que intuyendo bajas mis defensas, mis hijos aprovechan para preguntar -¿Te puedes quedar con los chiquitos? Será solo el sábado, vamos a una boda a Cuernavaca y volvemos el domingo – Y… ¡maldición! Vuelvo a caer redondita y pues ni modo, me pongo el casco de protección, monto en mi bici, pedaleo la media calle que separa su casa de la mía y como soy una notable ciclista llego prontísimo a mi azaroso destino de abuela militante.

-¡Niños, pórtense bien y obedezcan!- Recomiendan los papis antes de abandonarme a mi suerte, mientras los dos chiquillos corren a retomar el control del Nintendo para seguir disparando desde ahí a cualquier cosa que se mueva.

Horas más tarde y sólo después de varias llamadas, logro que abandonen de mala gana del aparato para sentarse a comer. En la mesa, para empezar los espera una suculenta rebanada de pastel de chocolate: “Si no se acaban el postre no hay sopa” -amenazo- pero ellos sin siquiera voltear a mirarme se dirigen a la despensa de donde salen con sendos vasos de sopa. El experto en el manejo de microondas a pesar de sus siete añitos, calienta la sopa -una especie de aserrín y papel picado- y van a comerla frente a la pantalla de la tele desde donde los hermanitos siguen disparando. Finalmente concibo una idea genial para retirarlos del aparato: -Vengan niños, vamos a brincar a las camas- Con más curiosidad que entusiasmo me siguieron a la recámara y mientras yo sin zapatos daba los primeros saltos sobre el colchón; los chiquillos que me observaban con mirada reprobadora repitieron literalmente la consigna materna: ¿Acaso no sabes que en esta casa está prohibido brincar en las camas? -No lo haré más- ofrecí -pero apaguen ese maldito aparato y vengan a bañarse porque ya es hora.

De mala gana se acercaron a la tina y: -el agua está muy caliente- objetaron e imantados por la pantalla volvieron a su guerra virtual. Para no desperdiciar la tina caliente me metí y… -al agua- les dije a los patitos de hule que me observaban muy serios desde el rincón de la bañera.

Después, relajada y fresquita me sentí valiente y desconecté la televisión. -Quiero que me lean un cuento antes de dormir, les pedí. -Mi hermano no sabe leer- aseguró el mayorcito. -¡Sí sé!- respondió el cuatroañero y para restaurar su autoestima lastimada corrió por un cuento y empezó: “Este era un osito con ricitos y una niña que se comió su sopa y se sentó en su sillita de oro…” -¿Ves? te lo dije abuela, no sabe leer y lo está inventando todo- dijo el hermano y para demostrar su superioridad se arrancó leyendo un fragmento de ese plomito llamado “Harry Potter” que me durmió tan profundamente hasta que al otro día los chiquitos me despertaron para ofrecerme una de las bolsas de crujientes “Cázares” que pensaban desayunar frente a la tele.

adelace2@prodigy.met.mx

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