En Egipto, la primavera es el mes de las tormentas de arena.
Las tormentas de arena, que nublan el cielo con colores espectrales, son las auténticas protagonistas de la peculiar primavera egipcia.
Cierto que también aquí florecen los árboles, como en el resto del mundo por estas fechas, y las gentes guardan sus ropas de abrigo hasta el invierno siguiente, pero salvo ese detalle, pocas cosas recuerdan a las primaveras de otras latitudes.
Aquí, la primavera es vista con recelo porque es la época del "jamasín", el largo mes de las tormentas de arena.
Largo porque el "jamasín" dura, más o menos, cincuenta días, y de hecho la palabra significa "cincuenta": durante esos casi dos meses, cualquier día puede sorprendernos la temida tempestad sahariana.
Las temperaturas en esta estación dan tremendos vuelcos de hasta seis o siete grados: de pronto, un día amanece con un calor pegajoso, el cielo se tiñe de color naranja y comienza a llover, unas veces arena, y otras agua que arrastra la arena convirtiéndose en barro antes de llegar al suelo.
Hasta los árboles se vuelven marrones por culpa de la esa lluvia manchada.
Cuando la tormenta es muy fuerte, interrumpe el tráfico fuera de las ciudades, pues no hay quien pueda distinguir la carretera a solo diez metros de distancia, y tampoco los aviones pueden despegar o aterrizar ante la nula visibilidad.
Dentro de las casas, se cierran las ventanas y se colocan paños en las rendijas de puertas y balcones, pues la arena penetra por cada rendija libre.
El cielo oscila entre el amarillo y el rojo. Parece la antesala del infierno.
Luego el cielo parece limpiarse y vuelve a lucir el tremendo sol que deja durante unos días el espejismo de un aire limpio, hasta que la arena y la contaminación vuelven a posarse sobre el Nilo y matizar la implacable luz egipcia.
Ni el calendario gregoriano, que se ha impuesto en casi todo el mundo, ni el musulmán -de carácter estrictamente lunar- han conseguido atrapar la esencia de la estación del "jamasín", pero hay un calendario copto, aún usado por los campesinos egipcios, que recoge estos fenómenos tan típicamente egipcios.
Lo más terrible de una tormenta de arena es cuando te sorprende en medio del desierto.
Hongos de aire hinchado de color anaranjado se acercan a velocidad de vértigo y en cuestión de minutos velan el cielo, convirtiendo el espacio circundante en una pesadilla de granos de arena que pinchan como alfileres.
Aunque la reacción más espontánea sea huir de allí, es lo último que uno debe hacer. Conducir un coche por el desierto sin ver si delante hay una duna, un socavón o un pedrusco es mucho más arriesgado que quedarse a respirar arena, masticar arena y escupir arena.
Lo malo que tampoco en el desierto hay dónde guarecerse: las tiendas de campaña son tragadas por la arena en un santiamén, los armazones desgajados y las cremalleras inutilizadas; los coches comienzan a hundirse imperceptiblemente en la arena hasta quedar en posiciones imposibles.
Hay quien dice que el desierto expulsa a sus visitantes cuando se ha cansado de ellos. Su única arma es la tormenta de arena.