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La bancarrota de Santa Claus/Un cuento navideño

Gilberto Serna

Un robusto señor de profusa cabellera se encontraba con displicencia recargado en la pared, en el exterior de una tienda. Su apariencia era la de cualquier que podría encontrarse en la calle, aunque cabe decir que vestía trapiento viendo pasar el tiempo y el trajinar de las personas que hacían sus compras navideñas. Levantado el brazo tendía la mano esperando que el espíritu navideño lograra que algún transeúnte se compadeciera de su pobreza que a leguas era evidente, aunque sus rosados mofletes lo desmintieran. La calle estaba pletórica de compradores que entraban y salían por amplias puertas que se abrían automáticamente, trayendo cajas y vistosas bolsas que arrimaban hasta lujosos coches aparcados en el estacionamiento. Nadie parecía reparar en su presencia. Iban presurosos, provistos de abrigos y bufandas para soportar el intenso frío que arreciaba al paso de las horas. No sé si lo haría con todos los que pasaban a su lado, sin siquiera mirarlo, pero en mi caso tendió su diestra pidiendo su aguinaldo con una fresca sonrisa rodeada de un espeso bigote y una barba platinada.

Las cejas tupidas techaban a un par de ojos que reflejaban una bondad infinita. Había algo en su mirada que contradecía su aspecto de vagabundo. Era un tipo interesante por lo que decidí interviuvarlo. Su edad parecía ser de muchos años. Lo que alcanzaba a ver me hablaba a gritos de la blancura de la nieve. Su nariz era bulbosa. Antes de que yo abriera la boca, tocándose la cabeza, me dijo: usted aún tiene pelo, a mí se me está cayendo; apenas meto el peine se desprende a grandes mechones. No sé a que venía esa observación pues su melena era abundante. ¿Qué querría decirme?, sin permitir que lo interrumpiera, siguió: desgraciadamente el ser humano está perdiendo no sólo cabello sino la cabeza entera. Se preocupa por satisfacer sus placeres corporales sin preocuparse de su espiritualidad. Vaya usted a las iglesias durante el año y podrá ver la clientela del Señor, apenas unas cuantas beatas y algunos ancianos cuya edad los ha alejado del mundo. A la juventud la podemos encontrar en los antros, dedicada a arruinarse el hígado y los pulmones, bebiendo y fumando como chacuacos, dejándose llevar por los deliquios de la carne. Los jóvenes que no están aquí los podrá encontrar en las playas echándose copa tras copa hasta embrutecerse. Antiguamente esos adolescentes, se decía, eran el futuro de la humanidad.

Luego enmudeció, lo que aproveché para interrogarlo. ¿Es usted de esta ciudad? ¿qué hace? ¿que busca? pregunté atropelladamente. No soy de ninguna parte y lo soy de todas, puedes decir, me empezó a tutear, que soy un trotamundos, un cosmopolita. ¿Qué hago? estoy agotado, ¿recuerdas que tenías apenas seis años, cuando dejé al pie de tu cama un trenecito de cuerda? al despertar brincaste de alegría. Hoy me piden otras cosas menos infantiles que no dejan lugar a que vuele la imaginación. La vida ha cogido una velocidad alucinante, la población ha crecido desmesuradamente. A pesar de eso, del homo sapiens a las criaturas actuales, no hay la más mínima diferencia. De repente la tecnología ha avanzado portentosamente en tanto el hombre da la impresión de seguir en la edad de piedra. La más fuerte depresión se ha apoderado de nosotros al no saber digerir los adelantos de la ciencia. Y todavía la sociedad se pregunta por qué la juventud encuentra una puerta falsa a sus angustias.

Me quedé anonadado, sin saber que argumentar. Era el mismísimo Santa Claus al que le faltaba su gorro. Se veía abrumado. La celebre risa que suele acompañarlo había dado paso a una mueca de desesperación. ¿Me preguntas qué busco? A los niños que hoy son hombres, a los que en su inocencia creían en mí, a los que ahora me han convertido en un simple logo comercial, ¿qué ha sido de ellos? Se han perdido en un mundo en que manda el que más bienes materiales tiene. La aspiración más grande es la de tener mayores recursos pecuniarios, desgraciadamente no para ayudar a sus semejantes si no para satisfacer su estúpida codicia. En el nombre de Dios se masacra a poblaciones enteras en un genocidio que carece en la historia de antecedentes comparativos. Grandes masas humanas mueren de hambre, lo que no le quita el sueño a nadie. Hizo una pausa que me dio oportunidad de cuestionarlo: ¿por qué esa ropa que no es usual en un personaje que tradicionalmente trae ancho cinturón, enorme hebilla, una gruesa chaqueta tres cuartos y recias botas? No lo vas a creer, respondió, tuve que pignorarlo junto con el trineo y los renos; de la carestía no se ha escapado ni el Polo Norte. Tal dijo, ensimismándose en sus pensamientos, con cara tan triste que me alejé, no sin antes poner en su mano unas cuantas monedas. ¿En verdad, sería Santa o un irredento cuentero?

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