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La Banda de la Piedra Rodante| Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Este año se conmemora el cuarenta aniversario de muchas cosas, eventos e hitos que fueron muy importantes para la generación anterior a la mía, la del Baby Boom, la de Tlatelolco, los nacidos entre 1945 y 1955. Así que, nada más para que no digan que los despreciamos y darle un poquito de vuelo a su ilusa creencia de que son el ombligo del mundo y pivote del Siglo XX, habremos de echarle un vistazo a algunas de las circunstancias especiales del Año de Nuestro Señor de 1967.

La semana pasada cumplió cuarenta años un incuestionable ícono de esa época y generación: la aparición del disco de los Beatles “La Banda del Club de los Corazones Solitarios del Sargento Pimienta”, conocido entre la raza como “El Sargento Pimienta” a secas, nada más para ahorrar saliva. Su nacimiento coincidió, por una de esas cosas de la vida, con el primer número de la revista Rolling Stone, que se volvería la más prestigiada del ámbito roquero y popular; y con el inicio de lo que se dio en llamar El Verano del Amor (“Summer of Love”), periodo en el que se solidificaron y volvieron comunes algunas de las prácticas y consejas más identificables del hippismo, la rebeldía juvenil, el culto a la exploración y el grito de “¡Sexo, drogas y rock ‘n’ roll!”. Fue en el verano de 1967 cuando empezó a romper la ola de los sesenta, que tantas huellas y herencias dejara en esa generación... y en las posteriores, así sea por la necedad de los Baby Boomers en relatar una y otra vez lo gruexos y alivianados que eran (y en el caso de México, de oír hasta el hartazgo cómo cambiaron (¿?) al país con el famoso Movimiento Estudiantil del 68... con el que hoy siguen lucrando no pocos ex líderes, enquistados en el PRD y quién sabe cuántos sindicatos). Asimismo, fue en ese año cuando las protestas por la Guerra de Vietnam empezaron a inquietar al Gobierno de Johnson, el cual terminaría en la desgracia más absoluta... en gran medida, por la acción juvenil masiva opuesta a un conflicto sin pies ni cabeza.

Como puede verse, hay muchas canicas en el frasco. Por eso han de existir prioridades: nos centraremos en lo más importante. Y no cabe duda que lo realmente trascendente de ese galimatías fue “El Sargento Pimienta”.

Que fue un disco que cambió muchas, pero muchas cosas no sólo en el mundo de la música contemporánea, sino en la percepción que del ámbito social y cultural se tenía hasta entonces. En primer lugar, por quienes produjeron esa maravilla.

Suele olvidarse que hasta antes del “Sargento Pimienta”, los Beatles habían retenido una imagen de niños rebeldes, pero modositos. Seguían conservando sus peinados de trapeador muy monos y todavía usaron trajes (sin solapas, pero trajes) en sus últimos conciertos en vivo, en 1966. En comparación con otros músicos de la época bastante más alocados (Morrison, Joplin, Hendrix... ninguno de los cuales terminaría la década vivo), los Beatles eran más bien inofensivos para las mentalidades cuadradas, muchas de las cuales ya se habían acostumbrado al leve alboroto de esa música trepidante y a los gritos histéricos prorrumpidos por las muchachas a la menor provocación.

Lo más lejos que habían llegado los Fab Four en términos de subversión era la canción “Tomorrow never knows” y las portadas de los álbumes “Rubber Soul” y “Revolver”, con sus distorsiones de imagen y un collage desafiante.

Y nada más para abrir boca, por ahí empezó lo novedoso del “Sargento Pimienta”. Sin duda la portada más famosa de la historia del rock (y por tanto, de la música), el recipiente del disco era toda una provocación: frente a una tumba de los Beatles y teniendo a un lado a los Beatles antigüitos viéndola como si fuera la quincena evaporándose, estaban los Beatles en su reencarnación como la Banda del Club etcétera, vestidos como músicos de circo. Detrás de ellos, atestiguando el funeral, docenas de personajes en figuras de cartón, personajes que iban de Johnny Weissmuller (el primer gran Tarzán) a Karl Marx, de W. C. Fields (un cómico perennemente borracho) al satanista Aleister Crowley, “el hombre más malvado de Inglaterra”, magnífico organizador de orgías y profesional del escándalo. Un concepto visual totalmente inédito para su época.

(Existe el rumor de que Germán Valdés (“Tin Tan”) también iba a estar presente en la portada; chéquenme ésa, plis).

Claro que la novedad auténtica estaba en el disco mismo. Se suponía que “Sargento Pimienta” sería el primer álbum temático de la historia. Esto es, todo un Long Play (disco grandote de vinilo; breviario cultural gratuito para los chavos que nunca han conocido otra cosa que los CD’s. De nada) dedicado a seguir una trama, contar una historia, a partir de las canciones. La verdad, el disco nunca cumplió con ese cometido. La primera canción del lado A nos presenta a la mentada banda y el tópico no se retoma sino hasta la penúltima del lado B... para despedirse. Y ni siquiera eso es de a devis, porque la última-última es ese prodigio llamado “A day in the life”.

Tal incumplimiento de contrato a todo el mundo le importó un rábano, en ese entonces y ahora. El bombardeo musical que sigue a la introducción de la banda revolucionó lo que sería la música rock, popular y contemporánea de ahí en adelante. Cada canción es más sorprendente que la previa, en música, letra, orquestación y elementos. Incluso los que tenemos oído de artillero como un servidor, no podemos sino quedar pasmados (más de tres décadas y media después de haberlas oído por primera vez) por la audacia, inspiración y simple fregonería que destila cada acorde de ese álbum.

El cual demostró que las puertas de la percepción (como dirían el buen Jim y The Doors) podían abrirse en cualquier dirección, sabiendo cómo hacerle. Harrison sorprende arrancando el lado B con un arreglo de cítara, címbalos y quién sabe qué otros instrumentos indostanos, iniciando la tendencia occidental de buscar influencias en otras partes del mundo (“Within you without you”). Lennon se avienta la puntada de hacer toda una canción a partir del cartelón que anunciaba una feria de pueblo (“Being for the benefit of Mr. Kite!”); y Paul le dio himno y pretexto a decenas de miles de chicas que se fugaron de su hogar en los años subsecuentes, usando la noticia aparecida en un diario de provincias y un cuarteto de cuerdas que (dicen algunos críticos, no es rollo mío) no le pide nada a Schubert (“She’s leaving home”). Otra canción cierra con el cacareo y canto del gallo más melodioso desde la negativa de San Pedro para acá (“Good Morning Good Morning”). Y ¿qué decir de la orquestación de “A day in the life”? Total: el exotismo, la vida cotidiana, los recursos más extraños, el apego a los clásicos, el uso de instrumentos y otras herramientas inéditas para llevar el ritmo y hasta la melodía (¿Con qué rayos empieza “Getting better”? ¿Es un martillo? ¿Son los anillos de Ringo? ¿Es una guitarra más distorsionada que la ética de nuestros gobernadores? ¡Alguien sáqueme de esa duda!). De ahí en adelante nada sería igual. Nadie ha podido superar esa obra maestra.

No es que haya faltado quién le haga la lucha, incluidos los mismos Monstruos de Liverpool. Pero nadie ha alcanzado tantos logros, innovaciones e inspiración en trece canciones. Ése es el mérito imperecedero de tan notable álbum. Cualquiera quisiera cumplir cuarenta años y seguir viéndose y sonando de tan estupenda manera. Y continuar siendo admirado por tirios y troyanos.

Ya para terminar, una anécdota que siempre me ha parecido chocarrera. La noche del 22 de febrero de 1913, a espaldas del Palacio Negro de Lecumberri (hoy Archivo de la Nación), fueron asesinados Francisco I. Madero y José María Pino Suárez. Aunque las versiones varían, no cabe duda que los autores materiales del hecho fueron dos: el Mayor de Rurales Francisco Cárdenas; y el Sargento del Ejército Rafael Pimienta. Nada más a don Panchito le podía ocurrir ser asesinado por el Sargento Pimienta. Digo.

Consejo no pedido para que aún lo quieran a los sesenta y cuatro años: Para discos de veras temáticos (y películas basadas en ellos), no puede perderse dos: “Tommy”, de The Who (álbum: 1969; película: 1975). Y “The Wall”, de Pink Floyd (álbum: 1980; película: 1982), en los que auténticamente se desarrollan lo que pueden llamarse historias narradas. ¡Aliviánese! Y provecho.

Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx

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