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La Corte y el proceso democrático

Jesús Silva-Herzog Márquez

La inminente resolución de la Suprema Corte de Justicia tendrá efectos profundos en la vida pública del país. Resolverá (judicialmente) una controversia que ha generado densas y apasionadas discusiones en el país sobre la fuerza determinante de los poderes fácticos, la debilidad de las instituciones representativas, la subordinación de la política a la presión mediática, las trabas de nuestra estructura competitiva. Pronto se definirá la validez constitucional de la Ley aprobada por el Congreso. Para declarar inconstitucional el acto legislativo, será necesario que la Corte ensamble una mayoría calificada en extremo difícil de conjuntar. De los 11 ministros, 8 de ellos deben coincidir en que la norma expedida por el Congreso vulnera el orden constitucional. A diferencia de instancias de control constitucional en otros países, nuestro tribunal no puede invalidar una Ley por simple mayoría: requiere una coincidencia excepcional. La mayoría de los ministros de la Suprema Corte de Justicia puede llegar a considerar que Ley altera la normativa constitucional, sin que por ello se invalide la Ley. En ese aspecto, la reforma constitucional del 95 fue tímida. Le asignó nuevos poderes a la Corte, pero también la ató, quizá en exceso.

Al acercarse el tiempo de una resolución tan explosiva, crecen las presiones para cuestionar la legitimidad de su función como vigilante del edificio constitucional. ¿Cómo es posible que unos cuantos señores se atrevan a rechazar una Ley aprobada democráticamente por un órgano fielmente representativo? ¿No resulta una grotesca afrenta al Gobierno de las mayorías el que unos abogados de toga corrijan las decisiones provenientes de una asamblea constituida por el voto? En esa desconfianza al guardián de las Leyes se refleja nuestra inmadurez democrática. Un sistema democrático no puede ser una aplanadora cuyo conductor es la mayoría. Las democracias contemporáneas -esto es, las liberales- conforman dispositivos de moderación, tales como el control judicial de las Leyes, para evitar la formación de una tal aplanadora que aniquile la diversidad, suprima el debate o maltrate a las minorías. No hay democracia contemporánea que no confíe en depositarios de la imparcialidad esa evaluación constitucional de las decisiones mayoritarias. Bienvenida, pues, la actuación de la Corte.

Entiendo la intervención de nuestro Tribunal constitucional como una necesaria inserción de la imparcialidad. Ante la conocida vulnerabilidad de las instancias propiamente políticas, la institución judicial puede ser la última salvaguardia del interés general. Su lejanía del voto, su desprendimiento de las lealtades partidistas, el largo periodo de la responsabilidad judicial están diseñados para desprender su discurso de la cadena de parcialidades, patrocinios e intimidaciones que suelen impregnar la vida de partido. El Poder Judicial debe garantizar que la apertura impere en el proceso político. Es una aspiración central del régimen democrático que los miembros de la comunidad sean capaces de vincularse, enlazar sus intereses comunes, expresarlos y proyectarlos a los focos superiores de decisión. Pero suele suceder que la hidráulica democrática se tapona por la interferencia de poderes reales. Los conductos de comunicación se cierran, quienes deben estar atentos a las demandas ciudadanas ensordecen, los puentes de comunicación quedan obstruidos o son secuestrados por intereses mimados. Es función de la instancia judicial, entonces, depurar los acueductos que han quedado segados y recuperar los puentes decomisados por las fuerzas de hecho. La legitimidad de la intervención judicial proviene de esa necesidad garantizar una participación equitativa en el proceso político y una distribución razonable de los costos y beneficios de toda decisión pública.

James Madison, el gran genio del constitucionalismo norteamericano, afirmó que una república debía protegerse, no solamente de las arbitrariedades y excesos que pudiera cometer el poder político; sino también debía cuidarse de los abusos que una parte de la sociedad pudiera cometer (aprovechando su ventajosa posición en el mecanismo político— agrego entre paréntesis) contra otra parte de la sociedad. El órgano judicial tiene precisamente esa función: reexaminar las condiciones del debate democrático. No es una legislatura superior, no es un congreso por encima del Congreso. Es un árbitro encargado de cuidar el procedimiento. El fundamento de una estructura democrática no es solamente el sufragio universal, sino también el acceso universal a los núcleos de decisión. Si ese acceso ha sido atrapado por intereses particulares, la judicatura debe reabrirlo.

Para ponerlo en otros términos, la democracia es un régimen en donde las decisiones son tomadas a través de un proceso abierto de discusión. El dispositivo electoral y la aprobación de Leyes a través de la actuación de la mayoría parlamentaria son requisitos esenciales. Pero no lo son todo.

Para cumplir con las exigencias de una democracia deliberativa, es importante que el asunto esté abierto a la intervención de la ciudadanía y que, quienes han de decidir, estén libres de presiones.

Esas condiciones no estuvieron presentes en la aprobación de la Ley de medios. Votada en la víspera del proceso electoral, el órgano de la deliberación careció de las condiciones mínimas para discutir con autonomía frente a los poderes fácticos.

La manera en que fue votada la Ley, el momento en que se tomó la decisión y el contenido mismo de algunas de sus disposiciones dan cuenta de vicios relevantes. La Corte resolverá muy pronto. Definirá con ello cuál es el papel que piensa cumplir en la nueva democracia mexicana.

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