En la última etapa de la hegemonía electoral del PRI fue inevitable que los comentaristas políticos de los medios plagiaran al sarcástico Carlos Monsiváis cuando acusó a los mexicanos por su poca formalidad. “Éste país es poco serio” y otras variaciones de la misma intención se leían y escuchaban en los periódicos, en la radio y en la televisión. La intencionalidad devino en caricaturas críticas, lúdicas y corrosivas. Desde el Renacimiento el caricaturista ha reflejado el sentir del pueblo, de la gente.
Los mandatarios que precedieron a Luis Echeverría y a José López Portillo, de Lázaro Cárdenas a Gustavo Díaz Ordaz tenían un comportamiento casi austero y responsable; pero el casi no los salvó de la crítica mordaz de los caricaturistas. Aquella fingida formalidad devino tiesura cómica en los sucesivos sexenios para solaz de los también llamados moneros, que se daban gusto en la exageración de los rasgos físicos, en la personalidad y en las características anatómicas y psicológicas de los mandatarios mexicanos. Aún con el transcurso del tiempo, hay cartones que parecen chorrear sangre.
Es muy difícil que la imagen de un presidente de la República escape al escrutinio de los incisivos dibujantes, aunque tenemos algunos de pluma tan certera y trazo tan perfecto que nada tienen que envidiar a los clásicos españoles como don Francisco Goya y Lucientes, a los ancestros mexicanos como nuestro clásico Posada y a los contemporáneos Quezada, Naranjo, Arias Bernal, Helguera, Hernández y otros. Más temprano que tarde los caricaturistas logran detectar el talón de Aquiles de los políticos: su físico, su carácter y sus debilidades, y así los exhibirán semana tras semana, día tras día. Por esta razón los hombres públicos necesitan aguzar un acotado sentido de autocrítica: con buen humor no pasarán malos ratos por el implacable acecho de los satirizantes.
Guillermo López Gómez, pintor y caricaturista saltillense de los años 50 del siglo XX, solía caricaturizar en unos cuantos trazos a sus amigos, y a sus no amigos, a partir de los rasgos principales de sus rostros, aderezados con detalles de sus aficiones y laboríos. Memo decía que lo importante de la caricatura era detectar en la persona retratada la buena o mala pista de su carácter y personalidad.
A nueve meses de su ascenso a la Presidencia de la República, Felipe Calderón Hinojosa ya debe tener coleccionados cientos de cartones con su efigie. El rasgo principal en FCH lo constituye su estatura, miniaturizada ante la idealización de los grandísimos problemas que debe resolver su Gobierno en el país.
A Felipe Calderón Hinojosa lo ironizan por su baja estatura física, como le sucedió a don Francisco I. Madero en el cardiaco periodo histórico de 1910 a 1913. Don Venustiano Carranza sería diferenciado de 1914 a 1920 por su luenga barba y sus antiparras oscuras, pues con esas peculiaridades lo retrataron los dibujantes de su tiempo. A Miguel Alemán le exageraron la gran dentadura y la amplia sonrisa; y a don Adolfo Ruiz Cortínes lo bocetaban en una inexistente decrepitud física. La “caidita” del presidente López Mateos fueron los viajes y las viejas, así que el sarcasmo de los viñetistas desbocó en ambas motivaciones. El rostro poco agraciado de don Gustavo Díaz Ordaz facilitó la crítica en tinta china. Y de Echeverría en adelante ya no fue difícil satirizar, pues la imagen, la conducta y los hechos de su Gobierno y subsiguientes fueron bastantes para que, desde entonces hasta Vicente Fox y Felipe Calderón, los caricaturistas mexicanos tuvieran tema e inspiración para su trabajo periodístico.
Caricaturizar es exagerar el físico y/o la personalidad de un sujeto importante para la comunidad. Pero la caricatura no sólo logra hacer reír, también hace sangrar. De la ridiculización a la amargura sólo hay un paso. Felipe Calderón no debería esperar a las futuras calendas de otoño para defender su derecho a gobernar. La opinión pública desgasta más de lo que uno piensa.
