La verdad, la verdad, no entiendo bien a bien el escándalo que se ha armado por la descalificación de Roberto Madrazo Pintado del maratón de Berlín, como castigo por haber hecho trampa. Después de todo, Madrazo demostró ser fiel a su carácter y personalidad. Quizá lo único notable es que cambió de locación (Europa) y actividad (el atletismo), pero hizo lo que ha hecho toda su vida: defraudar, traicionar, falsear resultados, ser un pillo y un gañán de siete suelas. ¿No recuerdan cómo ganó la gubernatura de Tabasco? ¿Y la presidencia del PRI? ¿Y cómo descharchó en la carrera a la candidatura presidencial a Arturo Montiel, otro de su misma calaña, pero un tanto más ingenuo, al creer que podría ganar esa presea por las buenas contra semejante contrincante? Digo, no hay nada de qué extrañarse.
Aquí más bien habría que considerar, primero que nada, dos cosas: cómo alguien criado desde la cuna en la cultura del fraude se dejó llevar y creyó que en cualquier parte del mundo opera ésta; y cómo esa misma cultura genera comportamientos que lindan en lo aberrante… pero que, para quienes han vivido en ella durante toda su existencia, es un comportamiento normal. La desvergüenza como virtud teologal, el chanchullo como forma de vida.
Primero lo primero: ¿qué es la cultura del fraude? Es aquélla en que las reglas tienen como objetivo y fundamento el ser violadas, torcidas o esquivadas. En la que la obtención de un logro es mucho más importante que los medios empleados para alcanzarlo. En la que el cinismo y el ser sinvergüenza son considerados méritos. El la cual el “vivo” y no el talentoso es visto con admiración. En la que, en fin, la honestidad es un estorbo molesto y la moral, como diría el cacique Gonzalo N. Santos, es un árbol que da moras.
Los mexicanos deshonestos ya habrían de saber que nuestro dicho de que “el que no tranza no avanza”, no se aplica en el resto del mundo. Deberían haberlo entendido desde que nuestra gloriosa Selección Nacional de Futbol quedó relegada del Mundial de Italia 90 porque los directivos de la Federación quisieron pasarse de listos y alinearon en el equipo juvenil, en competencias oficiales, a fulanos que ya no daban la edad: los famosos “cachirules”. Claro que nadie pagó las consecuencias de ese error mayúsculo, de ese descarado intento de jugar sucio y torcer las reglas. Así que la lección fue ambigua: esos extranjeros que no entienden ni aguantan nada nos castigaron, sí. Pero acá, como si la Virgen les hablara. En este país nadie se hace responsable, nadie asume las consecuencias, nadie tienen por qué pagar por lo que hizo. Todo el mundo está por encima de eso: un impune en cada hijo te dio.
Por otro lado, que Madrazo llegara a la meta con una expresión de alegría tan sincera podría resultar preocupante en una persona normal (diagnóstico: esquizofrenia galopante). Pero para alguien que vive en la cultura del fraude, es la manifestación suprema del mundo que habita: su triunfo no estuvo en lo atlético, sino en lo mental: “los engañé, gané engañándolos”. Ésa fue para él la principal satisfacción. La medalla, la (sobrehumana) marca y los laureles estaban de más. Digo, no caían mal, pero no era lo fundamental. Lo importante era haberle jugado el dedo en la boca a otros prójimos, una vez más. Para su colección personal. ¡Y alemanes! ¡Más satisfacción todavía!
Madrazo mandó dar una explicación extemporánea e inverosímil (¡Otro compló!) desde la mansión que tiene en Miami, cuyo origen nunca ha sabido explicar… porque ninguna autoridad se lo ha preguntado. Se da por sentado que, siendo un político inescrupuloso de altos vuelos, ha hecho una fortuna por oscuros caminos. El problema es ése: que se da por sentado, sabiendo que nunca habrá investigación alguna que devele de dónde salió el dinero para esos bienes raíces. Es la tradición de la casa. No duden ni tantito que este hombre reaparezca dentro de un tiempo como si nada hubiera ocurrido. Al menos servirá como ejemplo vivo de otra típica frase de estos lares: “Robar no es lo malo, vergüenza es que te cachen”.
He querido usar esas joyas de la filosofía popular para hacer notar cómo la cultura del fraude permea muchos aspectos de la vida cotidiana de México. Claro, también de otros países. Pero el que nos importa, supongo, es éste.
Y es que, por ejemplo, muchos padres ven como normal que sus hijos copien exámenes, tareas, trabajos, de sus compañeros. Algunas bestias incluso se enorgullecen ante sus críos rememorando cómo pasaron por la escuela sin el menor esfuerzo, gracias a sus habilidades para usar el trabajo ajeno en su provecho. El planteamiento de la responsabilidad individual, el hacerse cargo de los actos propios, la relación entre hechos y consecuencias, les tiene muy sin cuidado. Ello explica en parte el lamentable nivel de la mayoría de nuestros estudiantes. Y también sirve para comprender el que se consagre el principio del mínimo esfuerzo, se encumbre la civilización chatarra que premia a los mediocres y los corruptos, las generaciones y generaciones de llorones que ruegan por que se les regale los puntos para pasar que no supieron ni merecieron sacar en un examen. (En otros países, por mera dignidad, semejante comportamiento es simplemente desconocido). Y claro, no son sólo los padres. Nuestros jóvenes están expuestos a todo tipo de mensajes que les dicen que el fraude, la corrupción, la trampa, sí pagan. Uno ve al Niño Verde aceptando un soborno y el tipo no sólo no va a dar a la cárcel, sino que se excusa con que lo “chamaquearon”, implicando que lo grave no fue el acto de corrupción, sino que lo hubieran descubierto tan fácil. Ésa es la mentalidad de mucha gente, la inmersa en la cultura del fraude. Y ésos son los ejemplos que ven nuestros hijos. ¡Ese mafioso de pacotilla sigue siendo legislador (y de los más jóvenes, modelo para nuestros chavos)! ¿Y luego les extraña lo que ocurre con nuestros críos?
La venta de los exámenes para las residencias médicas es otro ejemplo de lo poco penado que resulta en México recurrir al fraude. Digo, si algo así hubiera ocurrido en Canadá, la indignación nacional hubiera puesto a los responsables en prisión de manera automática; y el encargado de vigilar el proceso, mínimo renunciaría a los dos minutos, máximo se pegaría un balazo en el paladar por haber defraudado la confianza de tanta gente. ¿Pero aquí?
Por supuesto, si uno forma parte de algún grupo gritón y dispuesto a la asoleada y la sudoración, puede promover su agenda aunque ésta sea falsa, aunque el fin último sea defraudar al resto de la ciudadanía. Basta enseñar machetes, despojarse de la ropa o proclamarse pseudoanarquista y la autoridad no hará caso a ninguna infracción de la ley.
En 180 años no hemos sabido construir una República en el sentido más elemental: que todos los ciudadanos sean iguales, juzgados por las mismas leyes y tribunales y castigados de la misma forma por el mismo delito. Así, pillos como Madrazo, Montiel, el Niño Verde, Bejarano (Fox, creo, es más culpable de estúpido y mandilón que de ratero) andan libres; mientras un pobre diablo que se robó un Gansito está en chirona. Si yo obstruyo la cochera de mi vecino y éste me tiene suficiente inquina, puedo recibir mis buenos toletazos. Pero bloquear el Paseo de la Reforma durante semanas, destruyendo los ingresos de miles de conciudadanos, no tiene mayores consecuencias. Mientras continuemos así, no tendremos remedio. Mientras la impunidad siga siendo la norma entre los poderosos (o montoneros) de este injustísimo país, seguiremos en el hoyo. Y no tenemos de qué quejarnos: hemos dejado crecer y prohijado con nuestra indiferencia esa cultura del fraude que, sólo cuando queda al descubierto en el extranjero, nos da pena ajena. Vergüenza nos debería dar todos los días, siendo como es la responsable, en gran medida, de nuestra derrota como nación.
Consejo no pedido para colarse en la fila del cine sin recibir rechifla: Vea “El dilema” (Quiz Show, 1994), dirigida por Robert Redford, sobre un programa televisivo de concurso que estaba arreglado… y sus consecuencias. Provecho.
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