Hace unos días, en una editorial del New York Times, el latinista Harry Mount se lamentaba de la forma en que los clásicos y el latín habían desaparecido desde hace 30 años del currículum escolar norteamericano. Y hacía notar que la mayoría de los grandes presidentes en la historia de Estados Unidos habían tenido formación en esas materias, que iban de lo sólido a lo meramente académico. Se concluía por asociación que lo bestia que resulta el actual presidente (y los precandidatos presidenciales) se debe, en parte, a esa notable carencia en su instrucción.
Por supuesto, estudiar los clásicos ayuda a conocer de manera amplia el mundo, cómo se ha organizado y por qué, la forma en que los grandes temas, ideas y debates siempre han estado ahí, lo que de ellos han opinado grandes mentes, y cómo de ellas han surgido gloriosas Frases-Célebres. Todo ello, sin duda, sirve para ser líder y entender para qué rayos se tiene el poder. De la misma manera que (dicen los que saben, porque ahí sí yo paso) el latín es un excelente entrenador de la mente y el lenguaje: traducir de esa lengua dizque-muerta al castellano o cualquier idioma europeo es todo un ejercicio para la tatema, y ayuda horrores a no hablar en público como chiquillo descerebrado de RBD.
Como en Estados Unidos, los clásicos han desaparecido casi totalmente de los planes de estudio de nuestras escuelas, ya no se diga el latín. Y ya conocemos los niveles insondables de ignorancia que suelen tener nuestros políticos, y su cantinflesca habilidad para distorsionar la gramática, sintaxis y hasta prosodia del idioma bendito de Cervantes.
Sin embargo, habría que hacer varias precisiones.
La primera es que nuestra clase política ha sido históricamente incompetente, hayan estudiado lo que hayan estudiado, lo hayan hecho cuando lo hayan hecho. Claro que hay sus excepciones, pero son las que confirman la regla. Más aún: durante la mayor parte de nuestra vida independiente, los presidentes y gobernadores civiles eran abogados, lamentable profesión que tradicionalmente tiene que manejar el latín, así sea para cobrarle más caro a las pobres almas perdidas que solicitan sus servicios. De hecho, pareciera que ese tipo de estudios sirve para despegar al lenguaje de la realidad, siendo más importante el primero que la segunda. Un ejemplo lo tenemos en la reciente resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, una mayoría de cuyos miembros hizo malabares conceptuales para cometer una de las mayores aberraciones que se recuerden: exonerar a un cobarde, cínico, desvergonzado, poco-hombre, patético y execrable gobernador de Puebla llamado Mario Marín. El latín no parece haberle dado a esos juristas la más remota noción ya no digamos de la justicia, sino de la simple decencia. ¿Cómo pedirles cuentas a tantos y tantos malandrines que viven parasitariamente de los dineros públicos, si un criminal con todas sus letras, que fue grabado llegando a acuerdos con pederastas, resultó inocente según la SCJN? ¿Quién puede confiar en el sistema judicial mexicano luego de semejante fallo? Después de esto, ¿qué político mexicano se sentirá obligado a renunciar cuando salgan a la luz sus sinvergüenzadas y pillerías? Si de por sí, nuestros hombres públicos han hecho del cinismo una de las bellas artes… Ah, y de rebote, se le está dando la razón al PRI cavernario, que se empeña en defender a lo peor de sus filas, los Ulises Ruices y los Montieles y los Madrazos. En un país civilizado, un partido político moderno ya los habría expulsado y no los tocaría ni con un palo de tres metros de longitud. Acá se chantajea a la nación para defender a esos engendros… muchos de los cuales, por cierto, son leguleyos en teoría duchos en latinajos.
En segundo lugar, el conocimiento de los clásicos no parece inyectar grandes virtudes a muchos de nuestros políticos mejor educados. Lázaro Cárdenas no pasó por aula universitaria alguna, pero actuaba como si conociera al dedillo las lecciones de dignidad y patriotismo de que está llena la historia romana. En contraste, Luis Echeverría egresó de la UNAM para acabar con el país en una orgía de demagogia, irresponsabilidad y megalomanía. Y López Portillo… bueno, fue López Portillo.
A propósito: los presidentes economistas han sido los que peor han manejado los dineros. El país nunca ha visto crecer más su riqueza que cuando estuvo en manos de gente que apenas había tenido estudios elementales de economía, o ni eso: a lo largo de los periodos en que este país ha crecido más en lo económico, estuvo en manos de: dos generales (Porfirio Díaz y Manuel “El Manco” González), tres abogados (Alemán, López Mateos y Díaz Ordaz) y uno que ni título tenía, pero era re bueno para el dominó (Ruiz Cortines). Saquen sus conclusiones. Quizá lo único que se necesita, más que doctorados en Harvard o Yale y títulos enmarcados en la pared (con fotos que al paso del tiempo sirven alternativamente de juguete cómico o munición para el chantaje), es simple sentido común.
Ciertamente todo lo anterior no es para apoyar el que hayan desaparecido los clásicos y el latín de la currícula escolar. No, señor. Al contrario. Creo que una de las grandes deficiencias de nuestro lamentable, patético sistema educativo, radica precisamente en la ausencia de, sobre todo, un estudio de las culturas y las artes clásicas (al latín no lo considero tan urgente). No hay mejor manera de que un niño o joven entienda los méritos de la democracia que estudiando el cómo Atenas, una ciudad con la población de Lerdo (aunque sin nieve de Chepo) generó algunos de los pensadores e ideas más sublimes de la historia humana, defendiéndose de paso del imperio más grande de su tiempo (Persia) y creando las bases de la filosofía, la ciencia y la estética occidentales. Como no hay historia más atemporal, movida y pasionuda que La Ilíada. Y no estaría de más que todo niño mexicano se aprendiera de memoria la historia real de Cincinato: cuando Roma estaba amenazada por sus enemigos, sus ciudadanos decidieron tomar la medida extrema de elegir un dictador: un hombre con poderes omnímodos para hacer y deshacer a su antojo durante un año. De esa manera, con un mando único y omnipotente, esperaban evitar el desastre. Nada tontos, supieron a quién darle todo el poder: a un campesino con fama de honrado, decente y capaz llamado Cincinato. Éste aceptó el encargo, organizó la defensa de las Siete Colinas, y en menos de seis meses expulsó al enemigo. Acto seguido, entregó la chamba y regresó con sus bueyes y su arado. Interrogado por qué no completaba su periodo dictatorial, Cincinato dijo que él ya había cumplido su deber como ciudadano, que había hecho aquello para lo que había sido llamado, y que ultimadamente él no había nacido para tener tanto poder ni le interesaba. ¿Qué tal? En su honor hay una ciudad que se dice de Cincinatos (Cincinnati, plural latino de Cincinnatus); o sea, de ciudadanos desapegados, entregados y vacunados contra la ambición. Aunque eso no ha evitado que Pittsburgh les haya pegado sendas palizas esta temporada, je, je.
Como el de Cincinato, hay mil y un personajes, anécdotas e ideas que rondan y dan forma a la cultura clásica. El que nuestros niños y jóvenes los desconozcan por completo es una desgracia. Y que nuestros políticos no sepan que existen, habla horrores de su calidad, y explica en parte por qué estamos como estamos.
Consejo no pedido para que ande citius, altius, fortius (más rápido, más alto, más fuerte, el lema de los Juegos Olímpicos): lea “Los últimos días de Pompeya”, de Sir Edward George Bulwer-Lytton, movida dramatización de la vida en una ciudad romana del siglo I d. C. Y vea la serie “Roma” (ya están las primeras dos temporadas en DVD), magníficamente realizada por la BBC, HBO y la RAI italiana. Provecho.
PD 1: En respuesta a las airadas reclamaciones de algunos lectores por haber usado la expresión “cochino amasiato” en la columna pasada: Calma, calma, es una ironía. La prensa roja de hace treinta, cuarenta años, se refería así a la gente que vivía en unión libre. ¡Ya veo que la edad se me está notando!
PD 2: ¿Ya compró el Tomo 3 de “XX: historia ligera de un siglo pesado”?
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