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La era espacial cumple medio siglo| Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Quienes fuimos niños en los años sesenta somos una generación hasta cierto punto especial. Y es que los (escasos) medios de comunicación de aquellos días, en vez de estar llenos de “levantados”, aviones con coca accidentados, estrellitas ebrias y declaraciones descerebradas de la Pau, rebosaban de información científica… no por que los esforzados periódicos, revistas y (aún más escasos) programas de TV quisieran instruir al culto público; sino porque no había de otra si se quería seguirle la huella a una peculiar competencia, que no dejaba de tener su emoción: la llamada Carrera Espacial. La cual empezó hace cincuenta años esta semana, el 4 de octubre de 1957.

Eran los días más tenebrosos de la Guerra Fría, cuando la URSS y EUA estaban enfrascados en una delirante contienda encaminada a la destrucción última de su adversario… y de pasadita, de la civilización como la conocemos. A medida que ambas superpotencias hacían acopio de armas nucleares, empezaron a pensar cómo hacerlas llegar más fácilmente al corazón del enemigo. Los aviones bombarderos tenían el problema de ser auténticos graneros volantes, detectables por el radar a grandes distancias. El dilema era particularmente importante para la URSS, que carecía de bases aéreas cercanas a su rival (la entrega de Cuba a los soviéticos sería a principios de los sesenta… y casi culmina en una guerra termonuclear total). Así que decidieron encarar la cuestión de manera diferente: las armas nucleares llegarían volando, sí; pero no en avión, sino en misil (o cohete, el término más convencional pero menos elegante, ¡corrientes!).

Los americanos hicieron lo propio, aprovechando que no pocos científicos alemanes que le sabían al asunto se habían pasado al bando americano al terminar la Segunda Guerra Mundial. Así, para mediados de los años cincuenta cada superpotencia ponía alma, corazón y vida (y carretadas de dinero) en el diseño, construcción y prueba de misiles de diversos alcances y precisiones.

Pero los soviéticos quisieron llegar más allá: deseaban probar que las cargas de sus misiles eran capaces de salir de la atmósfera y entrar en órbita terrestre. Así que en ese día de octubre de 1957 lanzaron el primer satélite artificial, el Sputnik I.

Que no era otra cosa que una bola de aluminio de medio metro de diámetro cuya única función era emitir pitidos rítmicamente, que pudieran ser captados por estaciones de comunicaciones electrónicas y radio-aficionados de todo el mundo. Y tan, tan. No constituía ninguna amenaza, no servía para maldita la cosa. Pero hizo que el pelo se les parara de puntas a los americanos: los soviéticos habían tomado la ventaja en un campo científico-tecnológico que entonces se consideraba vital. Todas las ramas del Gobierno gringo (y cuantimás los militares) se tomaron el asunto muy a pecho.

El Congreso resolvió en unos días la creación de la NASA. Para cuando los soviéticos lanzaron el Sputnik II, con la pobre perrita “Laika” a bordo, los Estados Unidos ya se habían puesto las pilas y estaban dispuestos a darse un quien vive con los rojos a la voz de ya. Cuanto costara enfrentar ese reto y cuáles eran los objetivos reales a alcanzar, era algo que parecía importar muy poco.

(Si, “Laika” murió de inanición allá arriba o quemada en el reingreso del satélite. Lo que no podía importarle menos a quienes la mandaron… si la vida de los ciudadanos rusos no le importaba al Kremlin, mucho menos la de un chucho. Bueno, una chucha. Lo único que se pretendía era probar que podía ponerse algo vivo en órbita. Ya que regresara con vida, era veleidad pequeñoburguesa).

Los soviéticos no habían esperado una reacción tan histérica de los norteamericanos (de hecho, nunca sabían qué reacción esperar). Pero lo que vieron les gustó un demonial: los soberbios capitalistas aterrorizados por los logros de la Gran Patria Socialista. Así que se dieron vuelo pisoteando el orgullo de la Casa Blanca durante los siguientes años, consiguiendo ser los primeros en varios rubros: el primer cosmonauta (Yuri Gagarin, en abril de 1961), la primera cosmonauta (Valentina Tereshkova en 1963, una ejemplar proletaria que fue más publicitada que Madonna en tour), la primera caminata espacial… Los soviéticos parecían dispuestos a quedarse con todas las primicias.

Todo lo cual sólo sirvió para acicatear más a los Estados Unidos. Tanto así que el jovenazo presidente John F. Kennedy se aventó la puntada de anunciar, en mayo de 1961, que la meta de su nación era, antes de que terminara la década, poner a un hombre en la Luna y traerlo a salvo de regreso. Empezaba la cuenta regresiva de lo que luego se conocería como el Programa Apolo. En esos momentos nadie preguntó para qué rayos se iban a poner a trabajar en eso los recursos de la nación más próspera… o qué beneficios iba a sacar de todo ello.

A fin de cuentas, unos meses antes de que arribara la década de los setenta, Neil Armstrong y Buzz Aldrin pisaron la polvosa superficie del Mar de la Tranquilidad, dieron sus saltitos de canguro y luego regresaron a la Tierra muy orondos. Le habían dado la razón a Kennedy… aunque éste llevaba casi seis años muerto, y el presidente que firmó la placa dejada en la Luna fue… Richard Nixon, a quien JFK había derrotado en 1960. Nadie sabe para quién trabaja.

Por una serie de problemas en su propio programa, los soviéticos nunca consideraron seriamente viajar siquiera a la Luna, mucho menos jugarle carreritas a los americanos para lograr ese objetivo. Más bien se concentraron en perfeccionar sus conocimientos sobre la permanencia prolongada de seres humanos en el espacio, campo en el que le dan punto y raya al resto del mundo. Asimismo, se volvieron muy buenos en construir cohetes baratones, rendidores y confiables: auténticos vochos de la estratosfera. En cambio los Estados Unidos se metieron en el berenjenal de los transbordadores espaciales, un programa desastroso, carísimo e ineficiente… que ya les ha costado la vida a catorce viajeros.

Antes de eso, la mentada Carrera Espacial ya había terminado. Cumplido el audaz objetivo de Kennedy y habiendo demostrado que eran capaces de alcanzar cualquier objetivo dejando a los rusos mordiendo el polvo, tanto el Gobierno como el pueblo de Estados Unidos le perdieron interés al espacio. Ningún humano ha vuelto a pisar la Luna desde 1972. La construcción de la Estación Espacial Internacional lleva años de atraso y su presupuesto ha engordado peor que líder sindical. Los programas de exploración espacial ahora son realizados por ingeniosas máquinas que guardan un sospechoso parecido con el horno de microondas que tenemos en la cocina… y que poseen la ventaja de ser mucho más económicos y no implican arriesgar vidas humanas.

La Carrera Espacial sacó lo mejor de ambas superpotencias: el ingenio, la dedicación, el levantar la mira y aspirar a lo más alto. Había algo por lo qué esforzarse, que no tenía que ver con las minucias con que ahora nos entretenemos. En aquel entonces, el cielo ahora-sí-que era el límite.

Algunos autores alegan que, si los americanos hubieran lanzado el primer satélite artificial, el Programa Apolo nunca hubiera despegado. Fue el Sputnik I, esa inútil bola de aluminio, lanzada esta semana hace medio siglo, la que aguijoneó a los Estados Unidos para desplegar a sus mejores y más brillantes hombres, mujeres, ideas y proyectos.

Y nosotros de niños tuvimos el privilegio de seguir esos avatares, gozar con ellos y sorprendernos de la complejidad y misterio de lo que está más allá de ésta, nuestra nave espacial llamada Tierra.

Consejo no pedido para andar en la Luna sin cohete: Vea la serie “De la Tierra a la Luna”, producida por Tom Hanks, minuciosa y realista (y a veces fastidiosa) historia del Proyecto Apolo. Provecho.

PD: ¡Ya mero, ya mero! ¡En unos días más!

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

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