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La estatua de Napoleón

Gilberto Serna

Nadie le dijo que no, pero por si había dudas acerca de la denuncia que hizo el gobernador de Coahuila sobre que el presidente Vicente Fox Quesada le pidió que detuviera a Napoleón Gómez Urrutia fabricando pruebas para distraer a familiares de los fallecidos en la explosión de la mina en Pasta de Conchos, ahora se confirma que la Administración pública pasada aceptó la toma de nota del Sindicato de Mineros para que Elías Morales se constituyera en Secretario provisional de ese gremio. De ser cierto que se aceptaron firmas falsificadas para al mismo tiempo desconocer al líder anterior, estaríamos en presencia de un gangsterismo que se creía superado, el que no se detiene ante nada para conseguir sus aviesos propósitos. Eso es malo para la actual Administración a cargo del presidente Felipe Calderón Hinojosa, a menos que descubierto el trinquete se proceda en consecuencia. No está muy claro sobre si del asunto del uso de firmas falsas tuvo conocimiento el anterior secretario del Trabajo, Francisco Javier Salazar, ni mucho menos que Fox Quesada hubiera estado al tanto del engaño. Lo que sí es que se demuestra que la dependencia no ordenó la ratificación de firmas aceptando de buena o mala gana el documento apócrifo y así mismo que los supuestos firmantes, cuya rúbrica no estamparon, se quedaron callados.

Un hombre, lo que se dice hombre, que continúa moviendo las piernas, caminando varios metros, trayendo una mujer colgada de su cintura haciéndose el disimulado sin importar arrastrarla hasta que consiguió llegar a la puerta de la malla ciclónica, que impedía el paso a los familiares de los mineros que perecieron en las profundidades de la tierra, no merece consideración de ninguna índole. Lo vimos en la pantalla chica en que la desesperación y el dolor por la pérdida de sus parientes, provocó que la multitud le recriminara de palabra y vejado de obra, escondiéndose como única respuesta a los reclamos. Los guardias encargados de su seguridad dejaron, con muy buen tino, que el pueblo se desahogara. No volvió a aparecerse, concretándose a lanzar cacayacas desde el edificio de la secretaría a su cargo, a novecientos kilómetros de distancia. El que de plano no hizo presencia en el escenario del trágico suceso fue el presidente de la República de ese entonces. Ambos prefirieron hacer mutis. Que en la realidad para nada hubiera servido como no fuera para que se hicieran huecas declaraciones y se tomaran fotos para los medios de comunicación, estimándose que mejor no, dado que los ánimos estaban sumamente alterados.

Lo que está muy claro, de todo esto, es la falta de aseo político en la conducta que asumió el Ejecutivo Federal que por angas o por mangas se dedicó a perseguir con todo el poder con el que cuenta el presidente de la República, que no es poco, aun en manos poco aptas para ejercerlo, al líder minero Napoleón Gómez Urrutia a quien logró hacer perro del mal al acusarlo de disponer, en su personal provecho, de una cantidad millonaria propiedad de sus agremiados. Es obvio que Fox no tenía ninguna rencilla con Napoleón, por lo que es lógico pensar que su ojeriza nacía de sus ligas con el empresariado dueños de las concesiones mineras. A Fox lo que menos le importaba es que desestabilizaba a un importante grupo sindical provocando su división. En el desempeño de su función, envanecido por lo que puede, en este país, un presidente que declaró a su Gobierno como empresarial, se dedicó a hostigar a un líder sindical para dar gusto a sus patrones.

Es entonces cuando siguiendo con los usos y costumbres de un poder omnímodo envió la consigna de atrapar al que de buenas a primeras llamó ladrón, sin más pruebas que “lo es, por que yo digo”; no encontraría eco en el gobernador Humberto Moreira, donde el gas grisú había hecho su trágica labor. Es en este escollo donde se estrelló la ola que pretendía acabar con el liderazgo de Napoleón. En la actualidad nada queda de aquel poder desbocado. Quiso imitar el éxito del general inglés Arturo Wellington que venció a Napoleón en la célebre batalla de Waterloo (1815). Las palabras del genial corso aún se escuchan, cuando a pesar de haber prestado a José Bonaparte sus mejores generales es éste derrotado, teniendo que emprender la fuga, “no hay mayor inmoralidad que ejercer un oficio que no se conoce” expresó enfurecido. Era su hermano mayor que ocupaba el trono de España. Está de más aclarar que no hay comparación. Nada más lejos de la intención de este colaborador. Es tan sólo que la mención del apelativo hace aflorar en la memoria acontecimientos que la humanidad no olvida. ¿Será posible que vuelva de su destierro el actual Napoleón, como regresó del suyo el ilustre personaje al que aquí hago mención? Diré con Leticia, madre de Napoleón, ciega y enferma, cuando la dinastía de los Borbones es derribada y los Orleáns suben al trono, mandando el nuevo rey restituir sobre la columna Vendome la estatua de Napoleón: “¡El Emperador se halla de nuevo en París!”.

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